Cuando ella retiró la copa de los labios, permaneció en ellos una ligera humedad que lo tentaba, que lo desafiaba. Pedro le quitó la copa de las manos y la volvió a poner sobre la mesa junto a la suya. Entonces, tomó a Paula entre sus brazos.
Cuando los labios de él sellaron los de ella, sintió y oyó la rendición de Paula. Había ocurrido del mismo modo cada vez que él la había besado aquella última semana. El suave murmullo que ella hacía lo embriagaba de un modo que no podría hacerlo ningún otro estimulante. Todo su cuerpo se centró en aquel sonido y todos los nervios se tensaron de anticipación.
Ella lo abrazó, como si casi no pudiera sostenerse sin él. Su beso era tan abierto y tan entregado como él había esperado. Pedro adoraba su sabor, su textura. Tenía que agarrarse a la cordura, recordarse que aquella seducción debería progresar poco a poco, no estallar en una explosión de incontrolada necesidad. Sin embargo, por mucho que se esforzara, su cuerpo pedía más. Y lo pedía en aquel mismo instante.
De mala gana rompió el beso y vio con placer cómo ella se arrepentía de que así hubiera sido. Le agarró la mano y la condujo hacia la escalera. Lentamente comenzaron a subir. En lo alto, volvió a tomarla entre sus brazos.
Los botones de su blusa de seda se desabrocharon con facilidad. Él dejó que su mirada se diera un festín con aquella suave y delicada piel. El encaje blanco cubría sus generosos pechos y, por mucho que le gustara, ocultaba lo que tanto deseaba ver. Le deslizó la blusa por los brazos y absorbió sus pequeños gemidos de placer con los labios mientras él deslizaba los dedos por los brazos, persiguiendo a la tela hasta que cayó al suelo.
Paula había estado toda la semana atormentándolo con unas prendas que sugerían y ocultaban a la vez sus femeninas curvas. Era la mujer más sensual que había conocido nunca y, al mismo tiempo, también la más modesta. Aquella yuxtaposición resultaba intrigante y provocadora al mismo tiempo, pero, por fin, ella estaba a su merced para que él pudiera descubrirla.
Con un sencillo giro, el broche del sujetador cedió y aquellos gloriosos pechos se derramaron ante él. Le deslizó las manos por las costillas para colocarlas bajo los cremosos senos antes de cubrirlos con las manos suavemente. Ella contuvo el aliento cuando Pedro le acarició los rosados pezones con los pulgares y los hizo endurecerse bajo sus dedos.
Depositó pequeños besos desde la comisura de la boca hasta la mandíbula mientras gozaba con el peso y la firmeza que tenía entre las manos. Cuando inclinó la cabeza un poco más y atrapó un tierno pezón entre los dientes, un profundo gemido escapó de la garganta de Paula. Él dudó un instante antes de lamer la aureola. Estaba seguro de que ella le mandaría parar, pero Paula le hundió los dedos en el cabello y le inmovilizó la cabeza para que siguiera.
La satisfacción se apoderó de él. Pau deseaba aquello tanto como él. No se arrepentiría de nada, de eso estaba seguro. Se lo daría todo hasta que no le quedara nada.
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