Al menos Pedro había podido disfrutar de su madre durante veintiocho años. Eso no hacía que la pérdida fuera menos dolorosa. Sabía que esas cosas sucedían a menudo, pero le pareció terriblemente injusto que perdiera a su madre a una edad tan temprana y por culpa de una enfermedad tan común y aparentemente leve.
–¿Y tú? –le preguntó ella–. ¿Dónde has vivido?
–He estado en muchos lugares –respondió Pedro–, pero nunca he vivido en otro sitio que no fuera el palacio.
–¿Nunca has querido independizarte? ¿Vivir por tu cuenta?
Lo había deseado más veces de las que podría recordar. La gente solía relacionar realeza con lujo y excesos, pero las responsabilidades que conllevaba pertenecer a la familia real podían llegar a ser asfixiantes. Antes de hacer nada o tomar cualquier decisión, siempre tenía que pensar en su título y considerar en qué modo podría afectar a su imagen.
–Mi lugar está junto a mi familia –respondió a Paula–. Es lo que se espera de mí.
Mia comenzó a mover los brazos para reclamar su atención, así que le hizo una caricia bajo la barbilla que la hizo reír.
–Si yo hubiese tenido que vivir con mi padre todos estos años, ahora llevaría camisa de fuerza –aseguró Paula con amargura.
–¿No os lleváis bien?
–Con mi padre solo hay una manera de hacer las cosas, la suya. Digamos que no aprueba algunas de las decisiones que he tomado.
–¿Puedo preguntarte cuáles?
Paula suspiró antes de responder.
–En realidad creo que ninguna. Resulta irónico; hay gente que me detesta porque cree que soy demasiado perfecta y sin embargo mi padre está convencido de que no hay una sola cosa que haya hecho bien.
–Seguro que se alegra de que vayas a casarte con un rey.
–Podría decirle que soy la nueva Madre Teresa y le encontraría algún inconveniente. De todas maneras, no se lo he dicho. La única persona que sabe dónde estoy es mi mejor amiga, Jessy.
–¿Y por qué lo mantienes en secreto?
–No quería decirle nada a nadie hasta estar segura de que realmente voy a casarme con Gabriel.
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