miércoles, 25 de noviembre de 2020

VENGANZA: CAPITULO 2

 


Media hora después, llevando sólo unas braguitas y una camisola de seda, Paula estaba frente al espejo del camerino que compartía con Lucie La Vie, una cómica que hacía un número en uno de los bares anexos al teatro Electra.


Encontrarse con Pedro Alfonso en la playa había sido una sorpresa. Ni siquiera sabía que hubiese vuelto a Strathmos. Ella llevaba una semana allí, esperándolo y temiendo el encuentro. Quería estar preparada… vestida para la ocasión. Quería enseñarle lo que se estaba perdiendo. En lugar de eso, iba en pantalón corto, sin maquillaje y con las piernas llenas de arena. Y, desde luego, no había esperado quedarse sin palabras.


Mirándose al espejo, Paula se preguntó qué pensaría Pedro de la transformación. El maquillaje le daba a su piel una perfección falsa, escondiendo las pecas que cubrían su nariz. El maquillaje de ojos acentuaba su mirada, y el carmín rojo, la sensualidad de sus labios.


Pedro le gustaban las mujeres bellas y exóticas. Sus amantes más recientes habían sido modelos famosas. Y, según decían las revistas que había estudiado, seguía sin sentar la cabeza.


Paula se examinó frente al espejo. Estaba guapísima, exótica. Y Pedro estaría entre el publico, examinándola.


Su plan tendría que…


Un golpecito en la puerta interrumpió sus pensamientos.


—Diez minutos, Paula.


—Ah, gracias —murmuró ella, pasándose una mano por el pelo para intentar sujetar los salvajes rizos. No recordaba la última vez que un hombre le había acariciado el pelo…


Entonces recordó la mano de Pedro en su brazo, sus largos dedos…


Un segundo después la puerta se abrió y Pedro Alfonso entró en el camerino con la fuerza y la energía de un huracán.


—¡No puedes entrar aquí! —exclamó Paula, conteniendo el deseo de taparse con las manos. A pesar del escote, la camisola escondía todo lo que tenía que esconder.


Pedro cerró la puerta y se cruzó de brazos.


—No te preocupes. No voy a ver nada que no haya visto antes.


Paula tragó saliva. Era un hombre magnífico. La chaqueta blanca parecía hecha a medida. Su pelo brillaba como el oro viejo y sus ojos, de color turquesa, lanzaban destellos. Era un hombre seguro de sí mismo, millonario y poderoso.


Y aquél era el hombre al que pensaba darle una lección que nunca podría olvidar…


—¿Qué quieres?


—Que tomes una copa conmigo después del espectáculo.


Paula intentó esconder su satisfacción. Sí, había merecido la pena ir a Strathmos. Unos años antes Pedro Alfonso la había impresionado con su personalidad y su atractivo mediterráneo. Pero ya no le interesaban nada los tipos dominantes.


Sin embargo, no quería aceptar enseguida. No quería que Pedro perdiese interés. Y tampoco debía olvidar por un momento cuál era su objetivo.


—¿Te importa esperar fuera hasta que me haya vestido?


Pedro frunció el ceño y Paula sonrió. Era un hombre acostumbrado a la admiración, la adulación, a que las mujeres cayeran rendidas a sus pies. Pero ella no lo haría.


—He venido al Palacio de Poseidón a cantar —le recordó.


—¿Sólo a cantar? Yo no estoy tan seguro. Quizá has mentido antes. Quizá quieres volver a mi cama…


—Ya te he dicho que no.


—¿No te gustaría volver a vivir a lo grande, como antes?


Qué arrogante era. Paula se dio la vuelta y lo fulminó con la mirada. Pero era tan alto que tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás.


—Hablas como si hubiera sido una mantenida. Pero entonces también trabajaba para ti.


—¿Compartir mi cama durante seis meses era un trabajo?


De nuevo, Paula sintió el deseo de taparse, de comprobar que la camisola no revelaba sus oscuros pezones. Nerviosa, se levantó para ir a una esquina del camerino, donde había varios trajes colgados de un biombo.


De espaldas a Pedro, se puso un vestido de lentejuelas rojas. Y cuando se volvió, la expresión en el rostro del hombre la dejó sin habla.


Pedro también estaba sin habla. El vestido abrazaba sus curvas como un amante apasionado y el escote era tan provocativo…


—Mi carrera siempre ha sido importante para mí.


Y la fama también, seguramente.


—Si tú lo dices… pero yo diría que eso cambió cuando conseguiste lo que querías.


—¿Y qué es lo que quería?


—Un hombre rico que pudiera darte todos los caprichos. Una tarjeta de crédito sin límite para comprar ropa, joyas… —Pedro miró entonces el topacio que Paula llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda—. Elegiste ese anillo en Mónaco. ¿No te acuerdas?


—No, me temo que no —contestó ella, sacando un par de guantes de encaje negro de un cajón.


Al otro lado de la puerta, Mauricio Lyme, el gerente del teatro, la llamó.


—Tengo que irme —dijo Paula.


—Espera, esta conversación no ha terminado. Claro que te acuerdas. Esa noche fuimos al Baile de la Rosa y coqueteaste con todos los hombres que se cruzaban en tu camino…


¿Hombres? ¿Qué hombres?


—Eso no es verdad…


—¿Ha habido tantos hombres que ya no distingues a unos de otros? Esa noche llevabas puesto ese anillo… un anillo que yo te regalé. ¿No te acuerdas de eso? —le preguntó Pedro, irónico—. Pero seguro que te acuerdas de lo que pasó en la cama después.


A Paula se le encogió el estómago. Fuera, Mauricio volvió a llamarla.


—No me acuerdo —repitió, abriendo la puerta—. No recuerdo nada de esa noche en el Baile de la Rosa. Y no recuerdo nada sobre ti. He perdido la memoria, Pedro.



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