Desde su posición, Paula vio cómo Pedro ayudaba a la señora Batavia a colocar las fichas en su cartón. Lo había disimulado bien, pero Paula había percibido que él se sentía incómodo rodeado de tantos ancianos. Estos no recibían muchas visitas, así que su bienvenida podía abrumar. Pedro había estado encantador y en aquel momento estaba haciendo sentir a una amable dama que era el centro del universo.
Paula nunca había imaginado cómo era Pedro ni cómo había podido atrapar de esa manera su cuerpo y su alma.
Estaba perdida. Menudo par, a ella le asustaba entregarle su corazón y él no quería entregar su corazón a nadie. Pero era un hombre bueno y decente. Bajo su avasalladora confianza había alguien a quien le afectaban tanto las cosas que se había intentado aislar del resto del mundo para protegerse del dolor y de los sentimientos que pensaba que no podía controlar. Pero aquello no era vivir.
Si se involucrara en algo que no estuviera relacionado con el dinero, encontraría él mismo la verdad. Ellos ya habían hablado sobre Divine y la ayuda que el pueblo necesitaba para despegar de nuevo. Quizá ésa era la respuesta.
Paula continuó pensando en ello mientras leía los números y como varios de los residentes ganaron, ella seleccionó artículos del premio que sabía que cada uno de ellos disfrutaría o necesitaría.
—Última partida —anunció. La administradora prefería que terminaran la fiesta para las nueve, así ninguno de ellos se cansaría demasiado.
Cuando hubo un último ganador, sonaron las habituales protestas.
—Otra, otra —suplicaba un coro de voces. Pero Paula sonrió y dijo que no con la cabeza firmemente.
—No. Estoy cansada. Me habéis agotado —declaró.
Todos rieron y comenzaron a dirigirse hacia sus habitaciones. Ella se unió a Pedro y al profesor Alfonso en la mesa de los refrigerios, donde conversaban con Elena Gordon, la administradora.
Pedro, inmediatamente, rodeó la cintura de Paula con el brazo y una emoción que no quería reconocer le recorrió el cuerpo. Una cosa era besarse en la privacidad del jardín de su abuela y otra distinta era mostrar afecto en público.
—El señor Alfonso nos estaba diciendo que a partir de ahora quiere pagar los refrigerios y los premios —dijo Elena y miró a Pedro de una forma que Paula conocía muy bien… puro agradecimiento femenino que no tenía nada que ver con su oferta de financiar los juegos de bingo dos veces al mes—. Agradecemos su generosidad.
—No es nada —dijo claramente incómodo.
—Sí que es algo. Algunos de los residentes no tienen dinero para comprarse pequeñas cosas. Paula sugirió que se le dieran premios para hacerlos disfrutar y que no pareciera caridad.
«Eso parece idea de Paula». pensó Pedro. «Ella es la generosa». Él se había ofrecido a pagar los premios, más que nada para hacerla sonreír. Y había funcionado. Lo miró como si le hubiera puesto en las manos un millón de diamantes y un calor que nada tenía que ver con el deseo se apoderó del pecho de Pedro.
—Será mejor que volvamos a casa —dijo Paula unos minutos más tarde—. Estoy realmente cansada. El trabajo en el jardín hace que esté durmiendo estupendamente estos días. Algún día tendré que comprarme una casa con jardín para mí.
No parecía cansada, pero cuando Pedro siguió la dirección de su mirada, se dio cuenta de que era la cara de su abuelo la que estaba fatigada.
—Yo también —dijo—. ¿Estás listo, abuelo?
—Cuando queráis. Gracias por su hospitalidad, señorita Gordon. Lo he pasado bien —dijo Joaquin.
—Vuelva cuando quiera, señor Alfonso y si no es mucho pedir, quizá pueda darnos alguna clase.
—Quizá —aunque su respuesta no lo había comprometido, elevó los hombros con orgullo y sonrió.
Pedro quería gritar de emoción. Era como si el reloj hubiera vuelto a cuando vivía su abuela. Por supuesto que nunca sería como entonces, pero no se podía negar que su abuelo seguía mejorando.
Cuando volvieron a casa, Pedro convenció a Paula para que se quedara un rato. Quería confesarle que no había hecho nada amable al ofrecerse a pagar los premios del bingo.
Paula se estaba convirtiendo en algo más importante para él de lo que podía haber imaginado y no la quería engañar.
Todavía no era muy distinto del adolescente egoísta que un día la había besado y al siguiente había hecho como si no existiera.
—Aquel hombre había perdido también a su mujer —dijo el abuelo, que se había sentado en el sofá—. El hombre con el que hablaba durante la partida… se llama Jose. Es viudo desde hace diez años. ¡Diez años!
—Era Jose Conroy. No habla de Luisa con cualquiera —dijo Paula.
—Sí. Me recordó que éramos afortunados por haber amado tanto a una persona y por haber compartido la vida con ella. Sé que suena a tópico, pero es verdad.
—La abuela era muy especial. ¿De qué más hablasteis?
—De que admiramos a las mujeres. Tienen tanto aguante… Tu abuela era el eje de esta casa, Pedro. Y ella siempre confió en mí y en el Todopoderoso. Eso se me olvidó durante un tiempo. Me voy a la cama —expuso el abuelo levantándose. Sus miradas se cruzaron y Pedro vio reminiscencias del hombre que había conocido de niño, la fuerza y la sabiduría que habían estado escondidas algún tiempo.
Pedro dio gracias a Dios en silencio y cuando se volvió, encontró a Paula colgando un cuadro en la pared. Era muy pesado y la ayudó a colocarlo.
—No podías pedir ayuda, ¿verdad?
—Te quejas mucho.
Pedro se echó hacia atrás para contemplar el paisaje de un estanque del bosque que había estado en la pared más tiempo del que podía recordar.
Estaba bien devolver los cuadros a su sitio, aunque no sabía cómo se sentiría su abuelo al verlos de nuevo.
—Vale. Él me pidió que lo colgara otra vez —dijo Paula antes de que Pedro expresara su temor.
—¿Quieres dar un paseo? —preguntó él.
Ella asintió y salieron a caminar por la oscura calle.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario