viernes, 16 de agosto de 2019
AMARGA VERDAD: CAPITULO 8
Si Paula hubiera sabido lo que se le estaba pasando a él en esos momentos por la cabeza, no habría dicho aquello.
Paula agarró la sábana con dos dedos, como si temiera que saliera algo de debajo y la mordiera.
—Nunca me hubiera imaginado que iba a terminar pasando la noche en un sitio así.
—Tranquila, ya he me encargado yo de matar a los ácaros.
—¿Otra de sus bromas?
— ¡Claro que no, iban cruzando las almohadas, algunos eran enormes... claro que nada que ver con las cucarachas que había en el suelo!
Paula gritó y se subió a la cama de un salto. El colchón crujió y la hondonada del centro se agrandó haciendo que rodara junto al cuerpo de Pedro. Él, que quería mantener las distancias, la tenía pegada. Lo único que los separaba era la fina tela del camisón.
De cerca, olía todavía mejor. Para colmo, su piel era suave como la seda y tenía las curvas justas de una fémina.
Pedro la agarró de los hombros y la echó hacia atrás.
—¡Está en mi territorio!
Pero se encontró con una cara de delicados rasgos que lo miraba. Parecía hecha de porcelana y tenía unas pestañas largas y espesas. Sus ojos...
Pedro se esforzó por volver a respirar con normalidad y apartar la vista de ella. Si no, corría el riesgo de perderse en aquellos ojos.
— Si no le gusta... — dijo ella.
— No, no me gusta.
— Pues, suélteme.
Era más fácil decirlo que hacerlo. De repente, una de las manos de Pedro bajó hasta la barbilla de Paula y pasó a su pelo mientras la otra le acariciaba el brazo. Sintió repentinos deseos de degustar sus labios. Por no hablar de la elevación de esa parte masculina que evidencia lo que les gusta a los hombres.
Ella no se apartó. Sus ojos habían adquirido un halo de ensoñación, había abierto la boca levemente y sus pezones erectos estaban clavados en el pecho de Pedro, quien sentía el contacto cálido de sus muslos.
«Quiero que os llevéis bien, somos familia, Pedro».
¡Pero no tanto!
—Ya le dije que esto no era una buena idea —dijo Paula.
—Es cierto que me lo dijo.
—Puede que ahora me crea.
—Nunca se lo discutí —dijo soltándola a regañadientes y tumbándose —, pero
tampoco esperaba que se me lanzara encima como acaba de hacer.
—Ha sido un accidente lamentable.
— A mí me parece que todo esto de que usted haya venido es lamentable —le espetó mirándola.
Creía que estaba preparado para que nada de lo que ella hiciera o dijera redujera sus defensas, pero aquella mirada herida le hizo sentir compasión. ¡Maldición, aquella mujer había invadido su parte del mundo! ¿Por qué no se habría quedado donde vivía?
Pedro apagó la lámpara y se quedó mirando al techo. Tenía la esperanza de poder olvidarse un poco de su cercanía en la oscuridad, pero una farola del aparcamiento alumbraba la habitación.
Se hizo el más absoluto de los silencios. Pasó un cuarto de hora, media hora...
Paula estaba tumbada, rígida, con los brazos a los lados, respirando con lentitud, pero no estaba dormida. Pedro la miró de reojo y vio que tenía los ojos abiertos y, para su horror, vio que una lágrima le resbalaba por la mejilla.
—¿Porqué llora?
—Porque echo de menos a mis padres. Cuando creía que lo tenía controlado... Supongo que es la falta de sueño o algo así por lo que estoy llorando mucho.
—Lo siento si me he comportado como un bárbaro — se disculpó—. Sé lo duro que es perder a alguien. Mi padre murió cuando yo tenía ocho años.
—Es horrible, ¿verdad? Da igual la edad que tengas.
— Sí —contestó un poco incómodo porque sus piernas volvían a tocarse por efecto de la hondonada en mitad del colchón, aunque no lo suficiente como para moverse—. Al principio, me negué a admitir que no volvería a verlo más. Lo
buscaba entre la gente. Cuando sonaba el timbre de la puerta o del teléfono, creía que iba a ser él. Recuerdo las primeras navidades sin él, el primer cumpleaños, las primeras vacaciones y la envidia que me daban los niños que tenían a sus dos padres y que hacían cosas con ellos.
—¿Era hijo único?
— Sí —contestó.
A continuación, le contó cómo había conseguido sobreponerse a la pérdida.
Al cabo de un rato, se dio cuenta de que solo hablaba él y de que podía aprovechar para averiguar más cosas sobre ella.
—Tengo entendido que ustedes eran una familia muy unida. ¿Seguía viviendo con ellos cuando murieron?
Esperó una contestación, pero fue en vano porque Paula se había quedado dormida con la mejilla rozándole el hombro. Era joven e inocente.
Pedro deseó poder hacer lo mismo, pero tenía la mente llena de pensamientos caóticos. De repente, la idea que se había hecho sobre ella se le había derrumbado.
Una parte de él quería creer a la joven sin segundas intenciones que intentaba sobreponerse a su tragedia personal y conocer al hombre que la engendró. Sin embargo, otra parte, la de abogado, se negaba a bajar la guardia.
Bueno, había soltado un par de lagrimitas y había revelado que era una mujer vulnerable, pero eso no demostraba nada. Seguía siendo una desconocida.
—Me encantaría que nos conociéramos —le había contestado a Hugo aceptando su invitación con demasiado entusiasmo—. No hay nada que me retenga en Vancouver, nada de nada. Descubrir que existes no podría haberse producido en un momento mejor.
¿Mejor para quién? Desde luego, no para Hugo, que había tenido que pasar calamidades por culpa de la madre de Paula, que lo único que quería era dinero. Le había costado mucho trabajo llegar a vivir como vivía y ninguna hija prodiga iba a llegar a fastidiárselo. ¡No mientras Pedro Alfonso estuviera allí para impedirlo!
Paula suspiró y dio una patada al aire haciendo que la sábana se apartara, dejando al descubierto los muslos y el elástico de las braguitas.
Pedro miró el reloj. No eran ni las once. Seis horas para que amaneciera y pudieran ver los daños de la tormenta. Seis horas junto a ella, envuelto en su aroma.
¡El infierno existía y el diablo era el rey!
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