lunes, 3 de junio de 2019
MELTING DE ICE: CAPITULO 16
Paula se despertó y se sintió decepcionada al ver que estaba sola en la cama. ¿Y qué esperaba?
Su vecino era un hombre taciturno y no iba a cambiar así como así.
Paula se negaba a ser una más. Sospechaba que Pedro se acostaba de vez en cuando con alguna mujer a la que no tardaba en olvidar.
Debía de ser su manera de intentar sentirse humano.
No quería que Pedro la olvidara.
Durante las horas en las que habían estado haciendo el amor, Paula se había dado cuenta de que bajo la fachada que Pedro había construido cuidadosamente en los últimos diez años se escondía un hombre cariñoso, un hombre que había amado y reído, pero que había decidido reprimirse y no volver a hacerlo jamás.
Paula apartó las sábanas y se levantó de la cama. Eligió la camisa de Pedro y bajó a la cocina, donde encontró a su dueño mirando por la ventana.
Aunque no le sonrió, ella se acercó y lo abrazó de la cintura por detrás. Al instante, Pedro se tensó.
—Hay que darse un tiempo para acostumbrarse a las caricias —murmuró Paula.
Pedro le cubrió las manos con las suyas y echó la cabeza hacia atrás. Paula suspiró encantada y se dijo que todo iría bien mientras no lo presionara demasiado.
—Hay un coche en la puerta de tu casa —comentó Pedro.
Paula recordó todo lo que había sucedido la noche anterior antes de ir a su casa y se sintió culpable por no haberle contado nada.
Maldito Mario Scanlon por estropearle aquella mañana.
—¿Me invitas a un café? Te tengo que contar una cosa.
Mientras Pedro preparaba la cafetera, se quedó mirándola expectante.
—Verás, anoche no vine a… —comenzó Paula.
—¿Te da vergüenza decirlo en voz alta? —bromeó Pedro.
Aquello hizo sonreír a Paula.
—Pedro, Mario Scanlon está acabado —anunció—. Cuando me dejaste en casa anoche, lo vi en la televisión. Lo están investigando por evasión de impuestos y chantaje.
—¿Han interpuesto cargos contra él?
—Que yo sepa, todavía no.
A continuación, le contó todo lo que sabía mientras Pedro escuchaba en silencio. La caída de Mario Scanlon era maravillosa para Paula y para la ciudad, pero iba a tener consecuencias muy serias para el estadio de Pedro.
—¿Y ese coche que hay en la puerta de tu casa?
—Supongo que será un periodista.
—¿Lleva ahí desde anoche?
Paula asintió.
Como si los hubiera oído hablar de él, el periodista en cuestión puso el coche en marcha y avanzó hacia casa de Pedro, que salió a recibirlo con cautela.
—Tenías razón. Es periodista —le dijo al volver al cabo de unos minutos—. Le he dicho que te has ido a la ciudad a casa de una amiga.
Paula suspiró y se sentó.
—No quiero que crean que todo esto es sólo por mi despido. Scanlon tiene muchas más cosas por las que dar la cara.
—Fuiste tú quien empezó todo esto. Estás metida hasta el cuello.
—¿Me estás echando la culpa de lo que está pasando? —se defendió Paula.
Pedro apretó los dientes y negó con la cabeza.
—Lo siento, te lo tendría que haber contado anoche.
—Bueno, supongo que no te di tiempo —rió Pedro—. Cuando llegaste, acababa de decidir que, si no venías tú, iría yo, y estaba a punto de salir para tu casa a pesar de que lo consideraba toda una debilidad por mi parte. En cualquier caso, no me arrepiento de lo que ha ocurrido entre nosotros.
Paula suspiró aliviada.
—¿Qué vamos a hacer? Como se enteren de que estamos juntos… —comentó sin embargo transcurridos unos segundos.
—No te preocupes, todo irá bien.
—Pedro, lo digo porque ya sabes que los periodistas…
—Sí, supongo que lo dices por el accidente y por Raquel. Sí, ahora que soy un empresario famoso será mucho más divertido. Sobre todo, porque llevo años sin conceder una entrevista.
Paula no podía permitir que, por su culpa, Pedro sufriera.
—Me tengo que ir —anunció—. Es mejor que me vaya antes de que se den cuenta de que estamos juntos.
—Por si no te acuerdas, ayer nos pillaron besándonos —le recordó Pedro—. Ahora hay dos coches en la puerta de tu casa —añadió sacando unos prismáticos de un cajón de la cocina—. Están hablando entre ellos —añadió entregándole los prismáticos a Paula.
Paula no reconoció a ninguno de los reporteros.
—Podrías sacarme de aquí tumbada en el suelo de tu coche y tapada con algo —dijo medio en broma.
—¿Te avergüenzas, Paula?
Lo había dicho mirándola de manera inescrutable.
—Te aseguro que no me avergüenzo de estar contigo, Pedro. Más bien, todo lo contrario.
—Vaya, ahí llega un tercer coche. No hemos hecho nada ilegal. ¿Por qué vas a tener que salir de mi casa escondida como si fueras una delincuente?
—Si te ven conmigo, tus padres y tú vais a estar en el ojo del huracán y no quiero que lo pases mal por mi culpa.
Pedro se quedó mirándola fijamente.
—Entonces, quédate aquí.
Paula sintió que el corazón se le aceleraba.
—Quédate aquí —repitió Pedro—. No pueden entrar en mi casa y, a menos que no tengan un objetivo muy potente y nos fotografíen desde el mar, es imposible que escalen el precipicio. No pueden verte.
—¿Y tú no tienes que trabajar? —le preguntó Paula.
Pedro asintió.
—Pero no me he traído ropa —objetó Paula.
—¿Y? —contestó Pedro mirándola de manera inequívocamente sensual.
Al instante, Paula sintió que comenzaba a sudar.
—Si quieres, le puedo decir a mi secretaria que te traiga algo de la ciudad.
Paula asintió.
Pedro descolgó el teléfono y marcó un número.
Paula se quedó escuchando mientras hablaba con una mujer llamada Patricia y le indicaba que comprara ropa interior, camisetas y un par de vaqueros.
Cuando la conversación comenzó a cesar sobre temas de trabajo, Paula se acercó a la ventana y pensó que era ridículo quedarse en aquella casa como una prisionera que se moría por acostarse con su carcelero.
Iban a estar solos. Tal vez, durante días. Tendría que irse. ¿Por qué no lo hacía?
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