miércoles, 10 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 24







Se marchó en cuanto pudo, pero ya eran casi las once cuando llegó a la casa de la familia de Paula. Aparcó el Ford sintiéndose ansioso. Después de que le colgara el teléfono esa noche, sabía muy bien que se podía encontrar conque le dijeran que no estaba o algo así.


Pensó en ello.


Uno de sus trabajos cuando estudiaba en el instituto había sido vendedor a domicilio de enciclopedias, y allí había aprendido que lo primero que había que hacer cuando le abrieran una puerta era meter un pie dentro para que no la cerraran inmediatamente y eso era lo que iba a hacer si era necesario.


Llamó a la puerta con el pie preparado.


La puerta se abrió.


La visión de la autoritaria figura de Samuel Chaves le resultó enervante e irritante.


—Ah, Alfonso, buenos días —le dijo Chaves, menos formidable en mangas de camisa.


Y además le sonreía.


Pedro lo miró suspicazmente.


—Buenos días —respondió—. Me gustaría hablar con mi esposa.


Chaves retrocedió.


—Bueno, pase, pase. Estamos disfrutando de un desayuno tardío.


¿Qué le pasaba a ese hombre? Pedro lo siguió hasta la cocina. Era más grande y moderna que la suya, pero seguía siendo una cocina.


Y allí estaba Pau. Su Pau. Con su hermoso cabello cayéndole sobre los hombros. La deseó tanto que casi le dolió. Se quedó donde estaba, mudo. Como si se diera cuenta por primera vez de lo mucho que la amaba.


Pau pensó que la estaba mirando como si no la hubiera visto nunca antes. ¡Y seguía enfadado! Su estúpido orgullo. Si no podía aceptar un regalo de su esposa…


Ella también tenía su orgullo. Tenía dinero y el derecho a compartirlo con el hombre al que amaba más que a su propia vida. Si él no podía comprenderlo…


Pedro había levantado los brazos automáticamente, pero ella no corrió a ellos como era su costumbre y retrocedió, preparándose para la batalla.


—Pau… —dijo él dudando al ver el desafío en sus ojos—. Me alegro de verte, estás preciosa. ¿No podemos ir a alguna parte? Hay cosas de las que tenemos que hablar.


—Sí. De cosas como el respeto.


—Bueno…


¿De qué demonios le estaba hablando ella?


—Yo tengo derechos.


—Por supuesto que los tienes.


—Y tengo dinero.


—Oh. Pero hay cosas más importantes que el dinero. Me di cuenta de ello anoche.


—¿Sí? Está bien que lo tenga, pero sólo he de tener cuidado en cómo lo gasto, ¿no?


Pedro pensó que seguía molesta por lo de la opción de compra. No podía culparla. Él había actuado como un animal.


Pero ahora sabía que nada importaba salvo su amor. Deseó decírselo, hacerla comprender.


—Paula, tenemos que hablar.


—Yo no quiero hablar. Ya está hecho.


Pedro le podía gustar o desprenderse de ella, pero la granja era suya.


—Tienes que aceptarlo. Se acabó.


—¡De eso nada! —exclamó él furioso—. No, Pau. No lo voy a aceptar.


—Ese es tu problema. Para mí no significa nada.


—No lo puedes decir en serio. Escúchame.


Fue a acercarse a ella, pero se encontró en su camino a Samuel Chaves. Se había olvidado de que estaba allí.


Vio como Chaves apartaba una silla.


—Siéntate aquí. ¿Qué te parece una tortilla? Tomates y queso. Resulta que Pau se ha hecho una gran cocinera.


—No, gracias.


¿Por qué ese hombre le hablaba de comida cuando todo su mundo se le estaba cayendo abajo?


—Bueno, por lo menos tómate un café. Siéntate, Pedro.


¿Pedro? ¿Ese hombre lo había llamado Tony? Una cosa tan familiar como si él fuera…


—Pau, querida, sírvele a tu marido una taza de café.


Entonces vio en su mirada que se estaba divirtiendo. Chaves se estaba divirtiendo con la situación. ¡A su costa! Estaba casi imitando sus propias palabras en la cocina de la granja.


Miró a Pau, que estaba tomando la cafetera.


¡Maldita sea! ¡Ya estaba de nuevo bajo el poder de su padre!


¡El asunto más importante de su vida se iba a tratar en la cocina!


¿Y ante una persona que se estaba riendo de él?


¡De eso nada!


Se levantó impetuosamente y fue a marcharse de allí.


—¡Espera! —exclamó Chaves y lo siguió.


—¡Déjalo ir!


—¿Qué? —Dijo su padre—. Creía que querías verlo.


—No.


—¡Oh, por Dios!


Salió corriendo para seguir a Pedro, pero él ya se había metido en el coche y se marchaba.


Demasiado tarde, volvió a la cocina y miró exasperado a su hija.


—¿Llevas gimiendo tres días y, cuando por fin aparece, lo arrojas a la calle?


—¡No he estado gimiendo!


—Yo diría que sí.


—Ha sido Pedro el que ha arrojado algo. Es por eso por lo que ha venido. Para arrojarme a la cara mí regalo.


—¿Qué regalo?


—La granja.


—Oh, Paula. No creo que…


—La he comprado y se la he dado a él ayer. Sabía que se enfadaría.


—¿Te ha dicho eso?


—No le he dado la oportunidad. Anoche le colgué el teléfono.


—¿Llamó?


—Sí.


—Pau, tal vez no fuera por eso por lo que llamó.


—Oh, sí que lo fue. No me había llamado antes, ¿no? Y hoy ha dicho que no lo va a aceptar, tú lo has oído.


—No he oído nada de un regalo ni de una granja. Y, lo que es más…


Lo había visto a él. La forma en que había mirado a Paula. 


En esa mirada no había más que adoración y no era Presidente de un montón de consejos de administración por ser estúpido y no saber juzgar a las personas. Era casi divertido verlos a los dos. Él tan ansioso por tenerla de nuevo a su lado que era capaz de comer estiércol con tal de conseguirlo. Y ella paranoica por su independencia. Lo que le gustaba. Pedro tenía quizás demasiado orgullo, pero era la clase de hombre que le gustaría para su hija. Agitó la cabeza.


—Mira, Pau. Creo que los dos estáis confundidos.


—En eso tienes razón. Lo hemos estado desde el primer día. ¿Te he contado cómo nos conocimos?


—No. Supe de esta relación por la prensa, ¿recuerdas?


Ella asintió.


—Y ese fue el principio del fin.


—Bueno, cuéntame. ¿Cómo empezó?


—Con una mentira. Él estaba trabajando allí —dijo ella señalando al jardín—. Con las rosas. Yo lo había estado observando. ¿Sabes una cosa? Me gusta verlo trabajar. Siempre lo hace con tanta intensidad y, a la vez es tan cuidadoso…. Es curioso, ¿Verdad? Un machista tan cabezota… Y tan gentil con las flores y con…


Se interrumpió cuando un sollozo le subió a la garganta.


—Muy bien, muy bien. Sigue. Él estaba trabajando y tú lo observabas…


—Oh. Bueno. La señora Cook iba a llevarle café en un termo y lo hice yo. Entonces él pensó que yo era la doncella y yo se lo dejé creer. Así empezó todo. Mintiendo.


—Debe haber habido más que una mentira.


—Oh, sí. Fue… bueno, de repente me vi libre. Era sólo yo. No mi dinero. El dinero puede ser como… bueno, como una cortina de humo, que oculta tu verdadero ser. Y afecta a la gente de distintas formas. Me refiero a la forma en que reaccionan. Es como si no me pudieran ver a mí por mi dinero. Los hombres como Gaston me desean por él y Pedro me odia porque lo tengo.


—Oh, querida —dijo su padre abrazándola—. Te equivocas. Pedro no te odia.


—Al principio no. Yo le gusté. Y él fue tan abierto conmigo… Me contó todos sus planes. Trabaja como jardinero, pero va a ser arquitecto de jardines y tiene muy buenas ideas. Dice que nos estamos enterrando en cemento y que deberíamos… Bueno, las cosas eran distintas. Me hablaba muy libremente y me dejaba que lo ayudara en la granja. Y él… me dijo que me amaba. Oh, papá, nunca he sido más feliz en toda mi vida.


—Bueno. Pues a mí eso me parece un verdadero romance.


—Eso es lo que yo pensé y por lo que seguí mintiéndole. Pero no es real. Se acabó y no me importa. Es un gran alivio.


—No lo dices en serio.


—Oh, sí. Lo he pensado mucho y he tomado una decisión —dijo sirviéndose una taza de café y luego le ofreció la cafetera a él—. ¿Otra taza?


Su padre agitó la cabeza.


—¿Cuál decisión?


—Ya estoy harta de fingir.


—¿Oh?


Su padre se daba cuenta de que ahora estaba fingiendo. 


Haciendo como si no le importara mientras que su corazón estaba roto. Y a él le rompía el corazón verlo.


Así que él también tomó una decisión.


—Tengo unas cuantas citas —le dijo—. Te veré más tarde.



*****


Pedro no dejaba de pensar en las palabras de ella. Se había acabado y tenía que aceptarlo. ¿Su matrimonio se había acabado? No quería creérselo.


¿Era idea de ella o de su padre?


Estaba claro que había sido de ella porque él había actuado como un asno.


Muy bien, lo había hecho. Puro instinto de los Alfonso. Una estúpida clase de orgullo que le decía que cualquier cosa que tuviera que hacerse por su familia tenía que ser hecha por él. Estaba equivocado e iba a tener que decírselo a ella. 


Pero ya estaba de nuevo bajo las alas de su padre y… Lo había tratado de ocultar, pero se había dado cuenta de que se estaba riendo como una hiena de él. ¡Y eso le quemaba!


¿A dónde iba? Eso se lo preguntó cuando se percató de repente de que estaba conduciendo. Se había dirigido automáticamente a la granja.


Si hubieran estado solos… ¿Por qué se había tenido que meter su padre?


¡Para protegerla a ella! Como él mismo.


Sí, como él. Ahora era suya. ¿Es que no sabía su padre que él trataba de protegerla?


La verdad era que se sentía muy culpable. Había sido un idiota. Pero se juró a sí mismo que lo arreglaría.


Cuando llegó a la granja ya estaba más calmado.


No había casi empezado a trabajar con las flores cuando oyó el motor de un coche acercándose. Levantó la mirada y vio un coche tipo Chaves deteniéndose delante de la casa.


Era Samuel Chaves en persona.


¿Y ahora qué?


Se acercó y dijo:
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Chaves?


—Hola, Pedro. Pensé que debíamos hablar.


—Ya lo hemos hecho. Esta mañana.


Si ese tipo se creía que le iba a poder ofrecer una cantidad de dinero para que facilitara el divorcio no sabía con quien estaba hablando.


—No. Los que hablasteis fuisteis Pau y tú. O, más bien no hablasteis, por lo que pude ver. Me gustaría tomar el tumo ahora, si no te importa.


—Mire, señor Chaves. Ya sé que hay muchos tipos hambrientos de dinero detrás de la herencia de su hija.


—Muchos. Abundan. Creo que acaba de recibir un telegrama de Adrián Carstairs, el magnate naviero, que está ansioso por aumentar su imperio con…


—El caso es que yo no soy uno de ellos. Está perdiendo el tiempo si ha venido aquí para tratar de comprarme.


—Me alegro de oírlo. Eso pone las cosas mucho más fáciles.


—¡De eso nada! Pau significa para mí mucho más que el dinero y me voy a pegar a ella como con pegamento. 
Firmaré todos los acuerdos económicos que usted quiera.


—Esas cosas son muy complicadas, me temo que la vas a tener que aceptar con dinero y todo.


—Paula tendrá problemas para librarse fácilmente de mí. Así que ya le puede decir a ese magnate de las navieras que… ¿Qué me ha dicho?


—He dicho que vas a tener que aceptar también su dinero. De otra manera las cosas se pueden poner complicadas y molestas. ¿No lo ves? Ahora, retomando tu pequeño discurso de esta mañana…


—Que le pareció muy gracioso, ¿no? ¿Podría contener su diversión lo suficiente como para explicarme qué demonios me está diciendo?


—Yo… yo…


Chaves se atragantó con la risa, pero logró continuar hablando.


—Espera. Tranquilo, hijo. Lo que estoy tratando de decirte es que no he venido a hundir vuestro matrimonio, sino a salvarlo.


Esa frase fue como una poción mágica, balsámica y tranquilizadora.


—¿Ha venido para salvar nuestro matrimonio?


—Eso espero. Pensé que podía actuar como una especie de intérprete.


—¿Un intérprete?


—Para todos los malentendidos que ha habido esta mañana.


Pedro no supo lo que estaba pasando. Pero el señor Chaves había ido allí como amigo y él lo estaba dejando allí fuera de una manera muy poco educada.


—Vamos, señor. Entremos. Siéntese. ¿Quiere algo frío?


—Eso estará bien.


Chaves se quitó la chaqueta y se sentó en un sillón.


—Gracias —dijo cuando Pedro le dio un refresco frío—. ¿Cómo te están yendo las cosas?


—Ahora bien. Acabo de firmar un contrato con Tampa Florists y estoy preparando… Oh, no importa eso ahora. ¿Qué ha querido decir antes con lo de los malentendidos?


Chaves le dio un trago a su refresco y sonrió.


—Quiero decir que tú estabas hablando de una cosa y Pau de otra.


—No comprendo.


—Seguro que no. Viniste a mi casa a decirle que lo lamentabas y a arreglar las cosas entre vosotros. O algo así, ¿no?


Pedro asintió.


—Bueno. Pau no pudo oír lo que tú le estabas diciendo. Estaba tan segura de que tú habías ido porque estabas enfadado por la granja que ni siquiera pudo hablar de otra cosa.


—Ah, la opción de compra. Me había olvidado por completo de ella.


—Más que eso, hijo. La ha comprado y te la ha puesto a tu nombre.


—¿Ha hecho eso? ¿Para mí? No debería haberlo hecho.


—Bueno, pues lo ha hecho. Y ese es tu problema. Yo sólo he venido a interpretar esos malentendidos.


Entonces se levantó, tomó su chaqueta y le pasó el bote vacío a Pedro antes de añadir:
—He disfrutado de esta visita, hijo. Ahora te dejo que sigas con tu trabajo.



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