viernes, 1 de diciembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 22




—Espero que haya una muy buena razón para pedirme que venga a estas horas.


En la triste oficina, con la mesa llena de papeles, el detective McGray se quitó el palillo de la boca para mirar a Pedro y a su nuevo abogado.


—No estoy aquí para hacerle perder el tiempo, señor Alfonso. Ni para alejarle de esa bonita esposa suya.


Pedro apretó los dientes.


—¿Entonces qué quiere?


—Mostrarle esto.


El detective sacó una hoja de papel y tanto Pedro como su abogado, Jerry Devlin, se inclinaron hacia delante.


—La nota amenazadora que usted recibió —empezó a decir McGray—, ¿era parecida a ésta?


Un millón.
Una cuenta en las islas Caimán.
Una semana para enviar el dinero.


Todo lo demás estaba tapado con cinta negra, presumiblemente cosa de la policía, de modo que Pedro no podía ver con qué amenazaban al destinatario.


—Sí, más o menos lo mismo.


—Muy bien, gracias. Eso es todo.


—¿Eso es todo?


—Teníamos que saber si la nota era igual a la que usted había recibido.


—¿Por qué no me la enseñó la primera vez que estuve aquí? Entonces ya me habló de ella.


—En ese momento no nos pareció apropiado.


—¿Y un fin de semana a medianoche sí le parece apropiado?


Devlin puso una mano sobre su hombro.


—Señor Alfonso, por favor…


—Sí, tranquilo, señor Alfonso. Un testigo agitado en una comisaría de policía… —el detective McGray se levantó al ver un compañero haciéndole señas tras el cristal de la puerta—. Perdóneme un momento.


—Sí, claro, ¿por qué no? Háganos esperar un poco más —replicó Pedro, irónico—. ¡Esto es ridículo! —exclamó cuando se quedaron solos.


—Sí, es verdad, pero parece que estamos a punto de terminar —suspiró Devlin—. Lo mejor será tomárselo con calma. No queremos que digan que el presidente de AMS no coopera con la policía.


—Muy bien, de acuerdo. Haré lo que pueda.


—Voy a hablar con ese detective para ver si podemos aligerar el asunto, ¿te parece? 


—Buena idea.


Unos minutos después, un hombre de aspecto robusto y pelo negro asomó la cabeza en la oficina.


—¿Pedro? ¿Cómo estás?


El capitán de policía, que era amigo de la familia Alfonso, le ofreció su mano.


—Hola, Mauro. Un poco cansado, la verdad.


—Si, lo siento. Me temo que teníamos que llamarte.


—Si tú lo dices…


—El caso no avanza y estamos recibiendo muchas presiones —el capitán se inclinó para hablarle en voz baja—. Entre tú y yo… creemos que la muerte de Marie Endicott podría no haber sido un suicidio.


—¿Por qué? —preguntó Pedro, sorprendido.


—Eso no puedo decírtelo, pero te agradezco que hayas venido. Ah, y saluda a tus padres de mi parte —sonrió el capitán.


—Sí, claro.


—Y enhorabuena por tu boda. Debe de ser una chica muy especial.


—Sí, lo es —asintió él.


El capitán se cruzó en la puerta con McGray y su abogado.


—Gracias por venir. Si le necesito a usted o a la señora Alfonso, se lo haré saber.


Pedro tuvo que contener su furia. ¿Qué era aquello, una amenaza? ¿Estaba diciéndole que tendría que estar pendiente de sus órdenes?


—Deje a mi mujer en paz.


Devlin intervino rápidamente.


—Lo que el señor Alfonso intenta decir…


—No, Jerry. Lo que intento decir es que deje en paz a mi mujer, es muy sencillo. Ella no tiene nada que ver con esto.


—Seguro que no tiene nada que ver, pero nunca se sabe.


—Yo sí lo sé —insistió Pedro, con un tono frío como el acero—. No quiero que le hagan perder el tiempo.


McGray se encogió de hombros.


—Si no tengo que llamarla no lo haré, pero si ocurre algo o recibe una nueva nota, espero que me lo cuente.


Una vez fuera de la comisaría, Pedro se despidió de Devlin, subió al coche y cerró de un portazo. Había dejado a su mujer en la cama, desnuda y calentita, para no resolver absolutamente nada.


Pero mientras Michael lo llevaba de vuelta a casa se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, tenía alguien esperándolo. Y saber eso hacía que sintiera algo completamente nuevo para él, algo muy parecido a la felicidad.




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