viernes, 3 de noviembre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 31






Colarse en el despacho de Luisa Shue fue muy fácil. Pedro sólo tuvo que llamar a seguridad y pedirle al guardia que le abriera la puerta.


Dos minutos después, se puso a maldecir.


—¡Maldita bruja!


—¿Qué ocurre? —preguntó ella desde la entrada—. ¿Qué has encontrado?


—Más documentos de George Washington. Parecen del mismo grupo al que pertenecía el de tu padre… Y mira, la señorita Shue tiene un ejemplar de la edición de The Patriot donde publicaste el anuncio.


—¿En serio?


Pedro sonrió.


—Sí. Y no sólo eso, sino que subrayó el anuncio en rojo —declaró, triunfante—. Es increíble; el ladrón que estábamos buscando es compañera mía. Tendría que haberme dado cuenta; tendría que haberlo sospechado.


—¿Cómo? Tú mismo dijiste que los archivos están llenos de objetos sin clasificar. No tenías motivos para sospechar de tus propios compañeros.


—En eso te equivocas. Ninguno de los objetos robados estaba en el catálogo. Debí imaginar que era demasiada coincidencia… Pero me obsesioné con la pista de tu padre porque me pareció obvia. Y supongo que Luisa contaba con eso.


Pedro volvió a maldecir. Había estado robando delante de sus narices.


—Tenía la oportunidad perfecta. Nadie cuestionaba su autoridad; al trabajar en el departamento de adquisiciones, podía llevarse lo que quisiera sin levantar sospechas… Al fin y al cabo, era la primera en saber lo que entraba de Archivos Nacionales.


—¿Y qué vas a hacer? ¿Enfrentarte a ella?


—Aún no. Tengo que actuar con rapidez y registrar su casa y sus cuentas bancarias antes de que se dé cuenta y se libre de las pruebas.


—¿Crees que sería capaz de destruir documentos históricos
importantes? —preguntó, horrorizada—. ¡Trabaja en los archivos! ¡No puede destruir lo que teóricamente se dedica a proteger!


Pedro se encogió de hombros.


—La mayoría de la gente haría cualquier cosa por librarse de la cárcel. He atrapado a ladrones que habrían quemado la Declaración de Independencia sin dudarlo un momento si con ello se hubieran asegurado su libertad.


—¿Estás hablando en serio?


—Completamente. No subestimes nunca a un hombre desesperado; ni a una mujer —puntualizó—. Por supuesto, hay quien se rinde en cuanto apareces en la puerta de su casa, pero otros huyen y de vez en cuando sacan una pistola. Tenemos que estar preparados para cualquier
eventualidad.


Paula guardó silencio.


—Bueno, me esperan unas horas de duro trabajo —continuó—. ¿Estarás bien?


—Lo estaré —aseguró ella—. Sobretodo ahora que sé que vas a atrapar a nuestro ladrón. Además, Silvina y yo habíamos quedado en ir de compras después de acompañar a John al aeropuerto.


Él arqueó una ceja.


—¿Se va de viaje de negocios cuando su mujer está a punto de dar a luz?


Ella sacudió la cabeza.


—Falta un mes para que Silvina dé a luz, y John sólo va a estar fuera un par de días. Volverá el miércoles, con tiempo de sobra.


Él frunció el ceño.


—¿Y cómo lo llevas? Sigues preocupada por el bebé, ¿verdad?


Paula sonrió.


—¿Tan obvio es?


—No, qué va… Sólo se nota cuando frunces el ceño, cuando sonríes, cuando respiras… —se burló.


Pau soltó una carcajada.


—¡No puede ser! ¡No me digas que soy tan transparente!


—Me temo que sí, cariño. Pero no te preocupes tanto; el bebé llegará al mundo cuando tu amiga esté preparada, y nosotros saldremos a celebrarlo. Anda, ve a divertirte con Silvina mientras yo investigo a Luisa Shue. Dentro de poco, habremos solucionado el caso.


Paula quiso preguntar qué pasaría después entre ellos, pero no tenía tiempo. Si no se marchaba enseguida, John perdería el avión.


—Tengo que irme. Llego tarde.


Ella se puso de puntillas y le dio un beso.


—Ten cuidado. Te llamaré.




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