viernes, 15 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 14




—Hola —Paula apareció por la misma puerta por la que había salido antes Stephanie—. ¿No hay moros en la costa?


Pedro se preguntó cuánto habría oído y decidió que daba igual. Antes de que aquello acabara, probablemente tendría que oír mucha esgrima verbal entre Stephanie y él, y así se alegraría de lavarse las manos de todos ellos.


—No hay nadie.


—Bien. Llevo diez minutos escondida en la cocina —levantó las manos y Pedro vio que llevaba dos botellas de cerveza—. ¿Quieres una?


Él tomó una de las botellas.


—¿Dónde las has encontrado?


—En el frigorífico de Fiona —sonrió ella—. El bar que ha preparado tu madre tiene muchas cosas, desde pinot grigio a limoncello, pero nada de cerveza.


—No me sorprende. Amanda considera que la cerveza es una bebida inferior —Pedro la miró—. Lo siento.


—¿El qué?


—¿Hace falta que lo preguntes? Por el encanto que es mi antigua esposa.


—No es la primera persona que cree que soy de una raza inferior —se encogió de hombros y tomó un trago de cerveza—. Además, tú no eres responsable de lo que diga ella.


Pedro frotó la cerveza fría en su palma para enfriar el impulso de tocar los rizos brillantes de ella.


—Desgraciadamente, eso no es necesariamente cierto.


Ella lo miró un segundo, y él casi olvidó lo que iba a decir. 


Pero luego ella frunció el ceño y él la miró con intensidad.


—Yo saco lo peor que hay en ella —confesó—. La hice desgraciada los pocos años que estuvimos casados y no lo ha olvidado. Y tú no eres inferior en ningún sentido. No sé cómo voy a poder darte las gracias.


—No es necesario —ella le sostuvo la mirada un momento y tomó otro sorbo de cerveza.


Él carraspeó y se concentró también en su botella. Era más seguro.


—Le he dicho que queríamos esperar a después de la fiesta para anunciarlo, pero seguramente ahora se correrá la voz rápidamente. La discreción nunca ha sido su punto fuerte.


Ella asintió.


—Fiona no se dejará engañar. ¿Y qué les vas a decir a tus hijos?


—Mi abuela no me preocupa. Siempre está de mi lado. Y en cuanto a mis hijos, sólo les diré lo que sea necesario.


Paula frunció el ceño.


—También les vamos a mentir a ellos.


Pedro ya se había dado cuenta de eso.


—Es inevitable. No puedo contarles la verdad.


—Supongo que también es mucho esperar que no se entere mi familia. Esta ciudad a veces parece demasiado pequeña. Nunca sabes quién conoce a quién. Pero no pienso mentir a mis hermanas ni a mi madre. Son discretas, puedes confiar en ellas.


—No me preocupa tu familia, pero hay algo que debo decirte. Algo que probablemente debería haberte dicho ya.


Ella lo miró de soslayo.


—Eso suena mal.


—A mí no me importa. Pero demuestra que tienes razón y la ciudad es pequeña —miró fuera. La música ahora era más animada y ningún invitado se acercaba a la casa—. Ernesto, el hombre que intenta criar a mis hijos como si fueran suyos, trabaja para HuntCom.


Los ojos de ella se enfriaron visiblemente.


—Comprendo.


Su expresión indicaba que no era así.


—Trabaja en el Departamento Legal —prosiguió él.


—¿Y qué quieres que haga con eso? —ella dejó la cerveza en una mesita antigua—. ¿Que llame al tío Abel y le pida que lo despida para que no tenga un trabajo en Europa? Me parece que tienes un plan mejor que intentar engañar al juez en tu batalla por la custodia.


Pedro le dolió su comentario.


—Yo jamás te colocaría en esa posición —repuso con sinceridad.


Dejó la cerveza y se tomó un momento para calmarse.


—Pero es la segunda vez que asumes que quiero algo de ti por tu asociación con Hunt. Te diré lo mismo que te dije la otra vez. No me interesa HuntCom ni utilizar tu conexión con ellos en beneficio propio —no incluía en eso su intento de impedir que su exmujer insultara a Paula a sus espaldas—.
Que sea eso lo que la gente ha querido de ti otras veces no implica que lo quiera yo. Sólo lo he dicho porque no quiero que se lo oigas a otro y empieces a pensar justo lo que estás pensando.


—Pues podrías habérmelo dicho antes.


—He hecho mal, ¿vale? Tú merecías saberlo todo desde el principio, pero francamente, me interesaba más convencerte de que me ayudes a seguir el consejo de mi abogado. A mí me daría igual que nunca hubieras oído hablar de Abel Hunt.


Respiró hondo.


Ella estaba allí, rígida con su vestido roto, como si esperara lo peor del mundo y él deseaba golpear a todos los que habían contribuido a meterle tanta duda dentro.


—Paula —dijo con más calma—. Soy un hombre que vive solo y construye cosas. No voy por ahí manipulando gente ni situaciones. Sólo quiero retener a mis hijos. A pesar de tus sospechas de que nadie puede querer algo de ti sólo por ti misma, te estoy diciendo la verdad. Sólo necesito que me ayudes a nivelar el campo de juego cuando vaya al tribunal.


Ella se mordió el labio inferior.


—Trabajo en un café. Apenas puedo pagar mis facturas. ¿Cómo te va a ayudar eso?


—No todo es cuestión de dinero. Yo tengo dinero de sobra para darles a mis hijos lo mismo que les puede dar Stephanie gracias a su marido. Si vas a cambiar de idea sobre esto, dímelo ahora. Porque cuanto más nos acerquemos al juicio, peor será para ti. Yo quiero probar que soy estable y ahora que Stephanie cree que estamos prometidos, si dejamos de estarlo justo antes de ir a juicio, intentará usarlo en provecho propio.


Paula se pasó los dedos por el pelo. Cerró los ojos grises y movió un poco la cabeza.


—No cambiaré de idea —abrió los ojos y dejó caer las manos. Sonrió de un modo que a Pedro le pareció muy triste—. Estoy hasta el fin, ¿vale?


Él no se dio cuenta hasta entonces del miedo que había tenido a que ella cambiara de idea.


—Vale —sentía una gran opresión en la garganta.


—¿Me haces un favor? Aunque finjamos para todos los demás, tú no finjas conmigo. La custodia de tus hijos es mucho más importante que estropear una cena de recaudación de fondos. Si crees que me estoy convirtiendo en un estorbo, tienes que decírmelo y…


Él le tomó la cara entre las manos.


—Ten un poco de fe en ti misma. Yo la tengo.


Ella parpadeó y se humedeció los labios.


—Lo intentaré.


—Bien —Pedro se dio cuenta de que le miraba fijamente el labio y dejó caer las manos—. Bien —repitió—. Ahora que hemos dejado eso claro, creo que deberíamos unirnos a la fiesta. ¿Quieres bailar?


—No se me da muy bien —ella levantó un poco la falda del vestido y sonrió con timidez—. Mi coordinación sólo parece ser buena cuando hago deporte.


—¿Y yoga?


—Supongo que eso lo hago pasablemente bien. A veces.


Pedro tomó otro sorbo de cerveza.


—¿Qué deportes haces?


—Me gusta el golf y el béisbol. El voleibol. Y en la escuela hacía atletismo. Correr, salto de altura. 


Todo lo cual requería mucha coordinación.


—Vamos fuera —sugirió él.


Ella asintió.


—Puede que Fiona abra pronto sus regalos y podamos irnos —no lo esperó, sino que salió fuera, sujetándose todavía el lateral del vestido roto.


Pedro respiró hondo y fue a seguirla, pero un brillo en la alfombra le llamó la atención.


Era una margarita pequeña. Sonrió, se la metió al bolsillo y siguió a Paula al exterior.


Fiona no parecía ni remotamente dispuesta a abrir regalos. Aunque se había quejado mucho de la fiesta, estaba en el centro de la pista bailando con el padre de Pedro.


Éste se situó detrás de Paula, que se había parado a mirar desde el borde de la pista. Había bastante gente, lo que le permitía estar tan cerca de ella que podía oler el frescor a limón de su pelo. Y cuando una pareja los rozó al salir de la pista, fue lo más natural del mundo rodearle la cintura con el brazo para evitar que cayera de lado.


Ella alzó la vista hacia él y sus ojos parecían más oscuros, ahumados, a la luz de las bombillas de la carpa.


—Gracias —dijo.


Pedro asintió con la cabeza. Sentía la curva natural de la cintura de ella bajo la tela sedosa del vestido.


—Fiona y tu padre bailan mejor que nadie.


Él volvió a asentir y se obligó a apartar la vista del rostro de ella. En el lado opuesto de la pista de baile, vio a su madre del brazo de Stephanie. Por suerte, las dos parecían muy interesadas en su conversación y no prestaban atención a nada más.


Unos minutos después, la canción de ritmo rápido dio paso a algo más lento y Pedro oyó la risa de su abuela entre la gente que salía de la pista.


—Este ritmo es más de mi gusto —musitó Pedro a Paula—. ¿Te apetece?


—Supongo que ya no puedo estropearme más el vestido —ella le tomó la mano y avanzaron hacia la pista.


Fiona pasó a su lado con una sonrisa de benevolencia.


—Eso era lo que quería ver —siguió su camino—. ¿Dónde está ese muchacho con los cócteles?


—Espero que yo esté tan fabulosa como ella cuando tenga su edad —musitó Paula, en brazos de Pedro.


—Ya eres fabulosa ahora.


Ella sonrió.


—Eso lo dices porque he aceptado tus planes.


Apenas si podían moverse en la pista atestada. Pedro le puso un nudillo debajo de la barbilla, la subió hacia arriba y la miró a los ojos.


—Lo digo porque es verdad.


Nunca había pensado que su pulgar tuviera vida propia, pero
evidentemente, era así, pues empezó a moverse por el labio inferior de ella.


—No olvidemos lo que estamos haciendo aquí —musitó la joven.


La mano izquierda de él también parecía independiente, pues decidió atraerla más hacia sí.


—Lo que de verdad hago —musitó él—, es intentar no besarte ahora mismo.


Ella echó atrás la cabeza y sus largos rizos le hicieron cosquillas en la mano con la que le apretaba la espalda.


—¿De verdad?


—No te sorprendas —le recordó él—. Empezaste tú.


Ella tragó saliva y el gesto ardió a través de él tan repentino como la llama de una cerilla. Sólo que aquella llama no se iba a consumir tan rápida ni tan fácilmente. Y en aquel momento no le importaba. Apretó los dedos en la espalda
de ella y sintió las manos femeninas subir por su pecho, por su hombros.


—¡Oh! Lo siento mucho.


Pedro apenas oyó la exclamación, pero Paula se apartó de él.


—No es culpa suya —musitó sin aliento.


Pedro comprendió entonces que la mujer que bailaba a su lado había pisado el vestido de Paula, que había olvidado sujetarlo, y había hecho el desgarrón diez veces más grande y diez veces más visible.


Paula se ruborizó y no lo miró a los ojos cuando la volvió hacia él.


—Tengo que irme.


—Sólo es un desgarrón.


—Lo sé —ella retrocedía ya, física y mentalmente—. Pero tengo que hacer algo con él. Por suerte, no tengo que ir lejos.


—Te acompaño.


—No, quédate. Fiona te echará de menos. Nos… luego. Más tarde…


Parecía muy asustada, así que él se metió las manos a los bolsillos para impedirles que tuvieran más ideas propias y la dejó marchar.


—De acuerdo.


Ella salió deprisa del calor y la luz de la tienda. Pedro la observó correr con los tacones altos y el vestido roto por el césped en dirección a su casita.


Parecía Cenicienta retirándose del baile.


Él tocó la horquilla que tenía en el bolsillo.


Desgraciadamente, en aquella historia no había ningún príncipe, porque él hacía tiempo que había dejado de creer en finales felices





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