-YA VOY! ¡Ya voy! ¡Que ya voy! ¡Maldita sea!
A pesar, del golpe en el dedo gordo del pie, Pedro Alfonso siguió bajando en calcetines las escaleras en penumbra al tiempo que se abrochaba la camisa de franela que se había puesto encima de la camiseta al primer timbrazo. Bostezó con fuerza, ya que hacía sólo dos horas que se había acostado, razón por la que su sangre no se movía todavía tan deprisa como para combatir el frío húmedo de finales de septiembre que impregnaba la casa. Y la lluvia que seguía golpeando el tejado indicaba que no habría amanecer.
El timbre volvió a sonar, y Pedro lanzó una maldición y abrió la puerta. Los dos niños pequeños que había en el porche dieron un salto. A Pedro se le encogió el corazón. Los pequeños estaban empapados y los ojos oscuros del chico relucían de miedo debajo del flequillo mojado. Sus dedos pálidos se agarraban a una sudadera con capucha y la otra mano tenía bien sujeta a la pequeña rubia que temblaba a su lado. Pedro no conocía a ninguno de los dos.
El niño retrocedió un poco, llevando consigo a su hermana.
Abrió mucho los ojos y la boca, pero no emitió ningún sonido. Pedro comprendió que estaba muy asustado.
—No pasa nada, hijo —se acuclilló para quedar a su altura—. ¿Qué sucede?
—¿Es usted el médico?
—Sí.
El niño miró la oscuridad azotada por la lluvia.
—Mamá ha dicho que venga.
Pedro asintió con la cabeza y estiró la mano hacia las botas, colocadas al lado del felpudo de la entrada. Estaba ya bien despierto; con el hospital más próximo a tres cuartos de hora de allí, era normal que lo llamaran a cualquier hora.
—Ha dicho que se diera prisa —dijo el niño, que no podía tener más de seis años.
Pedro terminó de ponerse las botas, tomó la chaqueta vaquera del perchero y se la puso.
—¿Dónde está tu mamá? —se puso el sombrero de ala ancha con una mano y tomó el maletín negro con la otra.
El niño estiró el brazo.
—Por ahí. En el coche —lo miró con la barbilla temblando—. Ha dicho que le diga que ya viene el niño.
Pedro dejó el maletín sobre la mesa y metió a los niños en el vestíbulo. Se acuclilló de nuevo frente a ellos, apretó con gentileza el hombro del chico y sonrió a la niña.
—Quedaos aquí —dijo con suavidad.
Salió a la lluvia antes de que el niño tuviera ocasión de protestar.
****
Paula Chaves apretó el volante con fuerza y reprimió un grito. A pesar del frío húmedo que hacía en el interior del Impala, el sudor empapaba el camisón de franela que llevaba debajo del abrigo. Los dolores habían empezado tan de repente que su único pensamiento había sido salir a buscar ayuda. No se había molestado en ponerse calcetines y tenía los pies congelados en las zapatillas de lona.
Pasó la contracción y ella suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, decidida a no gritar, aunque era improbable que la oyera alguien con el ruido del viento y la lluvia. No había sido su intención llevarse a Noah y Karen consigo, pero ellos habían salido antes de que pudiera impedírselo. Y por lo menos había recordado el cartel de médico que había visto el día anterior en una casa antigua de dos pisos.
¿Pero y si no había nadie en la casa? ¿Y si tenía que dar a luz allí sola y cuidar además de sus otros dos hijos?
Llegó otra contracción y empezó a gemir. Sus dos primeros partos no habían sido para nada como aquél, sino mucho más lentos, sobre todo el de Noah.
El grito salió de sus labios sin que pudiera evitarlo. Intentó centrarse en la respiración, pero el dolor aniquilaba todo lo demás.
Se abrió la puerta del coche y entraron aire frío y hojas mojadas; una mano grande de hombre se posó en su vientre. Paula miró en su dirección y vio unos ojos claros, una boca decidida y mejillas con asomo de barba, todo ello oscurecido por un sombrero de cowboy.
—¿Dónde están mis hijos? —preguntó entre los dientes apretados.
—Dentro.
—¿Solos? —Paula sintió un miedo más intenso que las contracciones—. Les da mucho miedo estar solos en un sitio desconocido. Están...
—Bien —dijo el hombre con calma—. ¿Con qué intervalo se dan las contracciones?
Paula miró el agua que caía en el barro al lado del coche y notó que la mano del hombre seguía en su vientre.
—Espero que eso signifique que es usted médico.
—Parece que es su día de suerte, señora — apartó la mano y ella vio que estaba acuclillado junto a la puerta abierta del coche. Del ala de su sombrero caía agua—. Bueno, ¿con qué intervalo?
—No lo sé —repuso ella—. Muy poco.
—¿Puede andar?
—¿Cree que habría dejado salir a mis hijos con esta lluvia si pudiera?
Unos brazos fuertes la levantaron en vilo y la sacaron del coche. Paula soltó un gritito y apoyó la cabeza en aquel pecho firme que olía a humo de leña. El doctor la acomodó lo mejor que pudo dentro de su chaqueta, le puso el sombrero en la cabeza y cerró la puerta del coche
—¡Agárrese! —le dijo—. La llevaré a la casa lo más deprisa que pueda.
Paula asintió débilmente; por suerte, el dolor remitió durante el minuto más o menos que tardaron en llegar a la casa.
Pero en cuanto entró empezó otra contracción, que tensó todos sus músculos de las costillas a las rodillas. Se mordió el labio inferior para no gritar delante de sus hijos, que seguían con ojos muy abiertos al doctor, que llevaba a su madre en brazos por un pasillo estrecho y la dejaba en una cama cubierta con una colcha gruesa.
—¿Necesita empujar ya? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza.
—Bien. Eso significa que tenemos un minuto.
La ayudó a quitarse el abrigo y desapareció. Volvió segundos después con sábanas blancas y el maletín negro, que dejó en la mesilla. Noah y Karen estaban clavados al suelo a poca distancia de la cama. Paula lanzó un gemido y luchó por incorporarse.
—Están empapados.
Otra contracción la dejó sin aliento. Se dobló y cayó de lado en la cama, mortificada y aterrorizada. Cerró los ojos con fuerza, pero se le escapó una lágrima. Sintió un contacto cálido y firme en el brazo que la tranquilizó un tanto.
—Yo me ocupo de eso —dijo el doctor—. Usted concéntrese en tener el niño, ¿me oye? —ella asintió con la cabeza—. Bien. ¿Ha roto ya aguas?
—No.
—Tenga —le pasó una toalla blanca—. Por si ocurre mientras me ocupo de los niños.
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