domingo, 20 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 19




Cinco minutos después, con el pelo cepillado pero sin haberle respondido aún a su jefe, Paula fue presentada a los invitados como encargada de la finca.


Media hora más tarde, estaba sentada a la derecha de Pedro, lista para sumergir la cuchara en la crema de puerro de la señora Preston.


La fiesta que había organizado con apenas tiempo estaba
saliendo a la perfección.


Los invitados eran dos parejas de mediana edad, una vivaracha mujer de unos treinta años y el consejero legal de Pedro. La conversación fluyó sin dificultades mientras se servía el pato y, poco a poco, Paula fue relajándose.


Luego, comenzaron a hablar de caballos, de cría, de carrera, de compra y de venta de animales.


Gracias al programa de ordenador que Paula le había instalado a Bob y su ayuda en los establos, la conversación no le resultaba del todo ajena. Incluso fue capaz de describir algunos de los potrillos que habían nacido en las últimas semanas.


Notó que la mujer vivaracha, cuyo nombre era Vanesa y tenía el pelo corto rubio, labios y uñas pintados de escarlata, figura esbelta y ojos color café, tenía cierto interés en ella. 


En un par de ocasiones, la había sorprendido observándola con expresión especulativa.


Paula había sospechado que lo que despertaba la curiosidad de Vanesa era su relación con Pedro Alfonso, aunque ese tema era un misterio hasta para ella misma. Por otra parte, se preguntó qué estaría haciendo allí aquella rubia. ¿Sería otra de sus novias? No, eso no tenía sentido…


Al final, la velada terminó y los invitados se fueron a la cama.


Paula se retiró a la cocina, que se encontró vacía y reluciente.


Suspirando con alivio, se sirvió un vaso de agua. Sin duda, Daisy había sido de gran ayuda esa noche para el ama de llaves.


De pronto, sintió deseos de salir a dar una vuelta al aire libre.


Salió al pequeño huerto de la señora Preston y paseó hasta un promontorio en el valle, un lugar excelente para contemplar las estrellas. Incluso había un banco allí para tal propósito.


Paula se sentó y levantó la cabeza hacia el cielo, boquiabierta por su espectacular belleza.


Así fue como Pedro Alfonso la encontró.


–También es uno de mis lugares favoritos –murmuró él, sentándose a su lado–. Te estaba buscando. Deja el vaso –ordenó.


Paula abrió la boca para preguntarle por qué, pero decidió no hacerlo y obedeció. Él le entregó una copa de champán.


–Apenas has probado el vino esta noche. Una copa de esta bebida burbujeante te ayudará a relajarte. ¡Salud! –dijo él, chocando sus copas.


–Salud –repitió Paula, aunque sin mucha seguridad. Lo cierto era que se sentía cansada y no sabía cómo comportarse con Pedro Alfonso.


–¿Qué pasa?


Paula tomó un largo trago.


–No lo sé. No tengo ni idea. No podría responder a eso. Estoy sorprendida. Preocupada y confusa. Eso es lo que pasa.


Él rió con suavidad.


–De acuerdo, yo sé por qué. Nos enzarzamos en una pelea verbal la última vez que hablamos.


Ella hizo una pequeña mueca. Pero no dijo nada.


–Sí, una guerra de palabras después de un momento encantador, cuando yo hice un comentario desafortunado que te molestó y te encerraste en ti misma. Yo me fui a Sídney en medio de la noche y me quedé allí, también enfadado, varios días.


Tras una pausa, Pedro continuó, con un inesperado tono de
remordimiento.


–No estoy acostumbrado a que me digan que no… por eso me pongo furioso cuando ocurre. ¿Qué opinas?


–Yo… –balbuceó Paula y se interrumpió, sin poder contener una lágrima. Se la lamió cuando llegó a los labios.


–Lo que quiero decir es… ¿crees que estoy a tiempo de arreglar las cosas entre nosotros? –preguntó él tras un largo instante.


–No puedo… no puedo irme a vivir contigo –dijo ella con la voz empañada por la emoción–. Debes comprenderlo…


–No, no lo comprendo. ¿Por qué?


–Yo… –dijo ella y titubeó un momento–. No sería correcto. Pero da igual… –añadió con frustración.


–Paula, debes de saber que me gustas mucho.


–Pues no se nota –replicó ella, sin poder contener las palabras.


–¿A qué te refieres?


–Antes –respondió ella y se removió incómoda en su asiento, sin saber cómo explicarlo–. Incluso pensé que habías invitado a Vanesa para… provocarme.


–Me gusta pensar que estás celosa de Vanesa –admitió él–, pero está felizmente casada con un jockey que rara vez acude a las cenas, pues está muy preocupado por no ganar peso.


Paula se encogió.


–Lo siento –murmuró ella.


–Toma otro trago de champán –sugirió él–. ¿Qué dirías si supieras que, aparte de querer buscarle las cosquillas a una dama de hielo, no he sido capaz de dormir? He sido un monstruo en el trabajo. No puedo dejar de pensar en lo agradable que es tenerte entre mis brazos. No paro de desnudarte en mi imaginación. Por cierto, ¿tú cómo has pasado estos días que no nos hemos visto?


Paula tragó saliva y recordó cómo se había pasado el tiempo
dándole vueltas a la cabeza, debatiéndose entre su enfado y el pensamiento de que, tal vez, él tuviera razón. ¿Sería hora de dejar atrás el pasado e intentar volver a vivir? ¿Estaba comportándose de forma demasiado melodramática? 


Aunque aquello no había sido lo único que había ocupado su mente durante la semana.


También, había recordado el placer que Pedro le había
proporcionado. Y cómo podía ser divertido y humilde, cuando no actuaba como un arrogante multimillonario. Le había dado vueltas a la buena conexión que tenía con los niños, a pesar de que ella jamás lo habría sospechado antes de verlo con ellos. Había estado reviviendo todas las cualidades que hacían que Pedro Alfonso fuera quien era.


–Yo he estado un poco… inquieta –admitió ella al fin en voz
apenas audible.


–Bien.


–¿Bien?


–Odiaría pensar que sólo yo lo he pasado mal.


Por alguna razón, aquel comentario le hizo reír a Paula.


–Eres incorregible –murmuró ella y, con un suspiro de
resignación, apoyó la cabeza en el hombro de él.


Sin embargo, Paula se incorporó de inmediato y lo miró a los ojos.


–¿Ahora qué? –preguntó ella con tono de preocupación–. Sigo sin poder mudarme a vivir contigo.


–Hay otra opción –repuso él, tomando su mano–. Podrías casarte conmigo.


Paula se puso tensa, sin dar crédito a lo que oía.


–¡No puedo casarme contigo!


–Parece que hay demasiadas cosas que no puedes hacer –
observó él con tono seco–. ¿Qué puedes hacer?


Paula estuvo a punto de levantarse y salir corriendo, pero él la agarró de la cintura y la sostuvo.


–No discutamos, Paula –propuso él–. En una ocasión, dijiste que éramos dos adultos. Tal vez, eso sea lo que necesitemos ahora. Algo de madurez. Así que centrémonos en lo esencial.


Ella abrió la boca para hablar, pero no salió de sus labios ningún sonido.


–Necesito una madre para Armando –prosiguió él–. Tú necesitas un padre para Sol y un hogar estable –añadió y arqueó las cejas–. No podrías encontrar ningún sitio mejor que éste.


Paula lo miró con los labios entreabiertos y los ojos como platos.


–Y mírate a ti –continuó él, sujetándola de la cintura para que no se fuera–. Te has adaptado a Yewarra como si hubieras nacido para ello. Si no te gusta, finges muy bien. ¿Acaso no adoras esto?


–Sí –admitió ella en un susurró.


–¿Y a Armando?


–Quiero a Armando –aseguró ella–. Pero…


–¿Qué pasa con nosotros? –quiso saber él, mirándola con
intensidad–. Sé honesta por una vez, Paula. Lo nuestro no sería una aventura de una noche. No sentiríamos lo que experimentamos desde hace dos meses si fuera así.


Ella se humedeció los labios.


–Y estos dos meses han sido de locos, ¿no estás de acuerdo? Han sido una especie de tortura.


–Sí –confesó ella al fin, suspirando–. Oh, sí.


Pedro la tomó entre sus brazos.


–Tal vez, lo que necesitamos es pasar un par de días solos… para acostumbrarnos a la idea. ¿Querrías escaparte conmigo un tiempo?


–¿Y qué pasa con los niños?


–Sólo sería un par de días. Armando está acostumbrado y, tal vez, tu madre podría venir para quedarse con Sol.


–Bueno…


–¿Qué?


Paula pensó que uno de los obstáculos que se interponían entre ellos era que no conocía bien a Pedro Alfonso. No sabía si podía confiar en él o no. Quizá, debiera aventurarse a descubrir qué se escondía detrás de su repentina oferta de matrimonio, caviló.


–Yo… no puedo prometerte nada. Pero has sido muy bueno
conmigo –dijo ella–. Así que…


–Paula –le increpó él con seriedad–. Hazlo o no lo hagas, pero que no sea por gratitud.


–¡Me siento agradecida! –exclamó ella.


–Entonces, retiro mi oferta.


Paula tomó aliento.


–No sólo eres incorregible, sino que eres imposible –le espetó ella.


–No, no lo soy. Sé sincera, Paula. Nos deseamos y la gratitud no tiene nada que ver en esto.


Ella abrió y cerró la boca varias veces, buscando excusas y dándole vueltas a la cabeza, intentando encontrar alguna escapatoria.


Pero, por supuesto, Pedro tenía razón. No había escapatoria.


–Es verdad –admitió ella al fin–. Tienes razón.


–Entonces, la oferta está en pie de nuevo.


–Gracias. Yo… iré.


Pedro le rodeó los hombros con el brazo.


Ella cerró los ojos y se rindió a la calidez del momento. Al mismo tiempo, era consciente de que acababa de adentrarse en terreno desconocido… Sin embargo, no tenía la fuerza de voluntad necesaria para resistirse a Pedro Alfonso.


Entonces, Paula intentó refugiarse en un tema más mundano, pues la enormidad de sus sentimientos la estaba abrumando.


–Estoy un poco preocupada por la señora Preston. Esta noche se ha agobiado mucho.


–Buscaré ayuda para ella antes de que nos vayamos. No te preocupes. Eres peor que Armando –repuso él y, sujetándole la mandíbula con los dedos, la miró a los ojos–. No debes preocuparte por nada. Yo me encargaré de todo –aseguró y comenzó a besarla.







No hay comentarios.:

Publicar un comentario