jueves, 30 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 20





Cuando Paula llegó al apartamento de su madre estaba a punto de sufrir un infarto. Había estado reunida con un cliente y el jefe les habían pedido a todos que apagasen los móviles.


Pero nunca volvería a hacer eso. Si lo hubiera dejado en silencio, habría sabido de inmediato lo que pasaba…


Cuando terminó la reunión y escuchó los angustiosos mensajes de Wanda, pidió disculpas a su jefe y le dijo que tenía que marcharse urgentemente. Pero había tardado diez minutos en encontrar un taxi…


Lo primero que vio al entrar en el apartamento fue a la cuidadora de su madre paseando por la cocina con gesto preocupado.


—¿Qué ha pasado, Wanda?


Al verla, la mujer suspiró, aliviada.


—Ha empezado a hablar de tu padre —le explicó.


—Oh, no.


—Ya sabes que ha ocurrido antes, pero esta vez ha sido peor que nunca. Empezó a llorar, a decir que tenía que encontrarlo, que tenía que hacer que la escuchase para que cuidase de ti… Incluso intentó abrir la puerta.


—Dios mío —murmuró Paula, con el estómago encogido.


Su madre llevaba seis meses sin sufrir un episodio así y estaba convencida de que no volvería a ocurrir. 


Evidentemente, estaba equivocada.


—Nunca la había visto tan alterada. No sabía qué hacer, así que llamé a tu marido —dijo Wanda entonces.


—¿Qué?


Pedro no sabía nada sobre la enfermedad de su madre. No había querido hablarle de algo tan personal, por no decir angustioso, hasta que se conocieran un poco mejor.


—En cuanto él llegó, tu madre se calmó un poco…


Paula apenas la oía mientras corría por el pasillo. La puerta de la habitación estaba entreabierta y cuando entró encontró a su madre dormida como una niña, su pálido rostro relajado. Pedro, sentado en una silla con un libro en las manos, se puso un dedo sobre los labios.


—Acaba de dormirse.


—¿Está bien? —murmuró ella, inclinándose para mirarla de cerca.


—Sí, pero parecía decidida a buscar a tu padre.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. Su padre se había marchado mucho tiempo atrás y estaban mejor sin él. Pero Raquel vivía cada vez más en el pasado. Lo que para ella eran sólo vagos recuerdos, para su madre eran situaciones dolorosamente reales.


—¿Cómo has conseguido calmarla?


—Le he dicho que yo lo encontraría.


—No, Pedro


—Tenía que hacerlo.


Ella asintió con la cabeza.


—Me preguntó quién era y le dije que era tu marido.


—¿Y qué ha dicho mi madre? —preguntó ella con curiosidad.


—Al principio no parecía entenderlo, pero antes de quedarse dormida me miró y dijo: «tú eres el marido de mi hija».


Paula apretó su hombro. No podía creer que estuviera allí, haciéndole ese enorme favor.


—¿Qué libro le estabas leyendo?


—Orgullo y prejuicio.


—¿Una novela romántica?


—Tu madre me dijo que era una de sus favoritas —suspiró Pedro—. Y para ser una novela romántica, no está tan mal.


—Me alegra saber que Jane Austen cuenta con tu aprobación —bromeó Paula.


Él inclinó a un lado la cabeza, estudiándola.


—¿Qué? —dijo ella.


—Me recuerdas a Elizabeth Bennet, la protagonista. También ella era una listilla.


—Sí, es verdad —rió Paula—. ¿Por qué no vuelves a la oficina? Yo me quedaré aquí con ella.


—No.


—¿Cómo que no?


—Es tu primera semana en la empresa.


—Pero les he dicho que tenía una emergencia familiar. Tendrán que entenderlo…


—No lo entenderán. Lo que harán será despedirte.


Paula apretó los labios. Sabía que tenía razón, pero no podía dejar sola a su madre. Si volvía a alterarse de nuevo o quería salir del apartamento, Wanda necesitaría ayuda.


—Me quedo —dijo Pedro, muy serio.


—No puedes hacer eso.



—¿Por qué no?


—Tú también tienes un trabajo. 


Él sonrió, arrogante.


—Yo soy el jefe y puedo hacer lo que quiera —le dijo—. Creo que he dejado de ir a trabajar tres veces en toda mi vida. Hoy pienso pasar mi cuarto día libre con tu madre.


Pedro


—Nos vemos luego.


Paula no se movió. No dejaba de hacerse preguntas sobre aquel hombre que actuaba como… como si fuera su marido.


—Si empeorase…


—Te llamaré —le aseguró él.


Aquel trabajo era su futuro, la seguridad de su madre, de modo que apretó su hombro por última vez antes de salir de la habitación.


—Volveré a las cinco y media para relevarte.


—Sí, claro, venga, vete —insistió Pedro, mostrándole el libro—. Quiero saber qué hace ahora el maldito señor Darcy.


Paula miró a su madre por última vez y, sonriendo, salió de la habitación.





COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 19






—Señor Alfonso, le llama una tal señora Davis.


Pedro ni siquiera se molestó en levantar la mirada. No reconocía el nombre y tenía una reunión en diez minutos.


—Que deje un mensaje.


—Pero dice que es muy importante.


—Siempre es importante —suspiró él—. Por favor, dile que te deje el mensaje.


—Es sobre su suegra, señor Alfonso.


—Yo no tengo… —Pedro no terminó la frase. Sí, ahora tenía suegra, pensó entonces—. Pásamela, por favor.


—Sí, señor Alfonso —dijo su secretaria, y le pasó la llamada.


—¿Dígame? —Pedro arrugó el ceño. Paula le había contado muy poco sobre su madre, sólo que vivía en la ciudad y que era artista, lo mismo que le había dicho el investigador—. Soy Pedro Alfonso.


—Señor Alfonso, soy Wanda Davis, la persona que cuida de la señora Chaves.


—¿Cómo?


—Su cuidadora. Y me temo que tenemos un problema.


—¿A qué se refiere?


La mujer pareció vacilar.


—¿Sabe dónde está Paula, señor Alfonso?


—Trabajando, supongo —contestó él, alarmado—. ¿Le importaría decirme qué ocurre?


—La he llamado al móvil, pero lo tiene apagado —siguió la mujer, nerviosa—. Sólo Paula puede calmar a la señora Chaves cuando se pone así, pero si no la encuentro tendré que llamar a una ambulancia…


—¿La señora Chaves está enferma?


—Bueno, imagino que sabrá que… en fin, pensé que lo sabía.


Pedro pensó en su nuevo puesto, en las reuniones que lo esperaban después de comer.


—No llame a una ambulancia, iré enseguida —dijo, tomando un bolígrafo—. Deme la dirección, por favor.







COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 18





—¡Tengo trabajo! —anunció Paula unos días después, entrando en casa con el aire de alguien que acabara de ser admitido en el club más exclusivo del mundo—. Acabo de escuchar el mensaje y no me lo puedo creer.


Pedro estaba en la cocina haciendo rollitos de sushi y levantó la mirada, sonriendo.


—Enhorabuena.


—Gracias —Paula hizo una burlona reverencia.


Estaba muy guapo. Se había quitado el traje de chaqueta que solía llevar a la oficina y llevaba unos vaqueros gastados y una camiseta azul cielo que destacaba su bronceada piel, marcando claramente su estómago plano y sus anchos hombros.


—¿Quién es la empresa afortunada?


—Ebet y Gregg.


—Ah, bien, muy bien —dijo Pedro, ofreciéndole una copa de vino blanco—. Enhorabuena.


—Lo mismo digo —sonrió Paula, tomando un trago—. Oye, espera un momento.


—¿Qué?


—¿Por qué no pareces sorprendido?


—¿Pusiste Alfonso en el curriculum?


—Sí.


Él hizo un gesto con las manos.


—Por eso.


Paula le dio un juguetón puñetazo en el hombro.


—Listillo.


Pedro la tomó por la cintura.


—Así es como me llaman.


—¿De verdad? ¿Te llaman así en la oficina?


—Sí.


—¿Cuando tu ayudante entra en tu despacho dice: «le esperan en la sala de juntas, señor Listillo?


—A lo mejor debería llamártelo a ti —rió Pedro—. Venga, ve a tu habitación y mira en tu armario.


—¿Por qué?


—Vamos, hazlo.


Suspirando, Paula fue a su habitación, con él detrás, y sin saber qué podría haber en el armario, abrió la puerta.


—¡Ostras!


—Ah, una reacción interesante —rió Pedro—. Aunque no es exactamente lo que yo había esperado.


El armario estaba lleno de vestidos, trajes, zapatos, bolsos.


Todo de su talla y en una gama perfecta de colores.


Paula alargó una mano para tocar un fabuloso traje de Chanel.


—¿Es la colección entera de Barneys?


—No toda, no —contestó él.


—Muy bien, entonces tú sabías que iban a darme ese trabajo.


—Dejaron el mensaje hace horas —le confesó él.


—¿Y has hecho todo esto en unas horas?


—No ha sido nada.


Paula se dejó caer sobre la cama, suspirando. No podía entender cómo había podido comprar todo eso en tan poco tiempo. Ah, no, claro, él no había ido a comprarlo. 


Seguramente sólo habría hecho un par de llamadas.


Aun así…


—Es un detalle tan cariñoso, tan bonito…


—Antes de que digas nada más, debes saber que lo he hecho por motivos absolutamente egoístas.


—¿Ah, sí?


—Gracias a mi nuevo puesto como presidente de AMS, tengo que acudir a cenas oficiales, eventos y…


—Ah, ya, y mi ropa no era adecuada. Muy bien, lo entiendo.


—Además, necesitarás ropa para ir a trabajar.


Paula se levantó para darle un abrazo y, sin dudar, como si fuera lo más normal del mundo, Pedro la apretó contra sí. Sus musculosos brazos, su olor, cómo se apretaban sus pechos contra el torso masculino… todo estaba empezando a resultar familiar para ella.


—No soy una de esas chicas que se muestran tímidas y rechazan un regalo que les gusta mucho.


—¿No?


—Me encanta la ropa, tío.


—¿Acabas de llamarme tío?


Paula soltó una carcajada.


—Gracias, de verdad.


—De nada. Pero voy a terminar de hacer la cena antes de que bebas demasiado, te emborraches y te lances sobre mí.


—Yo nunca me emborracho.


—Bueno, un hombre tiene derecho a soñar, ¿no?



miércoles, 29 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 17





—¡Que la detengan! ¡Es una ladrona!


Sentada a la mesa de la cocina, Paula levantó la mirada, sonriendo. Eran más de las diez de la noche, habían vuelto del restaurante media hora antes y, mientras Pedro se daba una ducha, ella se había puesto a buscar trabajo en el periódico.


Pero él acababa de entrar con un albornoz azul marino y el pelo mojado y estaba más guapo que nunca.


—¿Dónde está la comida que he traído del restaurante?


Paula volvió a mirar fijamente el periódico, porque no mirar a aquel hombre tan atractivo en albornoz y descalzo le parecía la mejor idea.


—¿No se llama «la bolsa de las sobras»?


—¿Estás evitando la pregunta?


—¿Qué pregunta era?


Con una cerveza en la mano, Pedro se sentó a su lado.


—¿Dónde está mi comida?


—Sigue en la nevera. ¿No la has visto?


—¡No! —rió él—. Ha desaparecido misteriosamente.


—Mira, seamos serios, tú eres demasiado sofisticado y demasiado pijo como para comer las sobras de la cena y lo sabes tan bien como yo —rió Paula.


—Eso no es verdad.


—¿Qué parte no es verdad?


—Que sea pijo —sonrió él, ofreciéndole la cerveza—. ¿Quieres un poco?


—Sí, ¿por qué no? —después de tomar un trago Paula le devolvió la botella y siguió leyendo el periódico.


—¿Qué haces?


—Buscar trabajo. Pero tengo que actualizar mi curriculum.


—¿Necesitas ayuda?


—No, gracias.


Olía tan bien, a jabón, a hombre… a algo prohibido. Intentó respirar por la boca en lugar de por la nariz, tarea nada fácil sin parecer una mujer a punto de ahogarse. Le habría ayudado tener una pinza de la ropa o algo parecido.


—¿Por qué no?


—Sólo quiero hacer que mi experiencia como diseñadora gráfica suene más sustanciosa de lo que es en realidad.


—¿Lo tienes ahí?


—Sí —suspiró Paula.


—Déjame ver.


Mientras Pedro repasaba el curriculum, ella se irguió en la silla, como si de verdad estuviera en una entrevista de trabajo.


—Estoy decidida a conseguir un puesto como diseñadora gráfica en otoño —le dijo—. Un puesto de ayudante me parece bien, pero lo que de verdad quiero es llegar arriba. Y aprender de los mejores.


Pedro le devolvió el papel.


—Yo sé lo que necesitas para solucionar el problema.


—¿Qué?


—Tienes que cambiar tu apellido. Pon Paula Alfonso y no tendrás ningún problema para encontrar trabajo.


—No puedo hacer eso —dijo ella, sorprendida.


—¿Por qué no?


—Quiero conseguir un trabajo por mis propios méritos.


—Nadie se va a molestar en fijarse en tus méritos —Pedro se echó hacia atrás en la silla y tomó un trago de cerveza—. ¿Sabes cuánta gente busca trabajo como diseñador gráfico en Manhattan? Y no me refiero a ese tipo de puesto en el que, además de llevar papeles de una oficina a otra te dedicas a servir cafés, que son la mayoría.


—Sí, bueno, imagino que habrá mucha gente.


—Muchísima. Hay miles de diseñadores —Pedro dejó la cerveza sobre la mesa y tomó su mano—. Un cazatalentos ni siquiera leería tu curriculum a menos que algo llamase su atención.


—Como el apellido Alfonso, por ejemplo.


—Exactamente.


—Pero hay más de un Alfonso en Nueva York.


—Todo el mundo sabe que me he casado y con quién me he casado. Sólo hay una Paula Alfonso.


Ella suspiró.


—No sé…


—No es tan mal apellido.


Parecía un niño orgulloso y Paula tuvo que sonreír.


—No, no lo es.


¿Por qué no lo hacía? ¿Por qué tenía escrúpulos? ¿Porque sólo iba a llevar ese apellido durante un año?


Estaba empezando a sentirse muy confusa. Y no le gustaba eso. Ella solía ser una persona decidida, pero cuanto más tiempo estaba con él, más confusa se sentía.


—Consigue el trabajo y demuestra luego lo que vales.


—Tengo méritos —insistió Paula, más para sí misma que para él.


—Unos méritos increíblemente atractivos que ninguna empresa debería dejar pasar —sonrió Pedro.


Estaban convirtiéndose en amigos. Entre ellos empezaba a haber una camaradería muy agradable. Y eso estaba bien. 


Lo que la preocupaba era la innegable atracción que iba incluida en esa amistad. Y no era sólo la proximidad, aunque seguramente eso ayudaba mucho. No, había sentido aquella conexión desde el primer día, cuando habían hablado en el descansillo.


Paula volvió a mirar su curriculum, pensativa. Quizá debería cambiarlo. Después de todo, ahora era la señora de Pedro Alfonso. ¿Dónde estaba el daño? Ella era muy trabajadora y aprendía rápidamente. Sería un activo para cualquier empresa que tuviera el sentido común de contratarla.


—Muy bien. Lo haré.


—Estupendo.


Pedro se inclinó hacia delante para besarla en los labios. Era un beso cálido, posesivo, uno que dejaba bien claro lo que quería.


El corazón de Paula latía a toda prisa cuando se apartó y, sin pensar, se pasó la punta de la lengua por los labios…


Entonces Pedro tiró de ella para sentarla sobre sus rodillas y Paula le echó los brazos al cuello. Mientras se besaban sentía su erección rozando su cadera y suspiró sobre su boca.


Su cuerpo ya no parecía suyo, como si hubiera sido desconectado de su cerebro. Fuera lo que fuera, era una causa perdida. No podía resistir el deseo que sentía por él. 


Tendría que lidiar después con las consecuencias.


Por el momento, iba a disfrutar de los besos de Pedro Alfonso.


Cansada de estar de lado, levantó una pierna para sentarse a horcajadas sobre él. Al hacerlo, el albornoz de Pedro se abrió ligeramente… y comprobó que estaba desnudo. Pero eso no la detuvo, no la asustó; al contrario, la excitó aún más.


Pedro acariciaba su espalda mientras la besaba, cambiando de ángulo, sus lenguas enredándose en un baile seductor…


Luego tiró hacia abajo del escote del vestido, exponiendo uno de sus pechos al frío del aire acondicionado. A Paula se le quedó el aliento en la garganta cuando él inclinó la cabeza y empezó a lamer el pezón. Sujetando el pecho por debajo, lo empujaba suavemente hacia su boca, chupando con fuerza.


—Sí, ahí, quédate ahí…


No era una sorpresa que sus braguitas estuvieran mojadas, ni que experimentase un deseo que no recordaba haber sentido nunca. Deseaba a Pedro de una manera casi dolorosa. Deseaba aquella dura erección dentro de su cuerpo…


Ninguno de los dos oyó el golpecito en la puerta, al menos no inmediatamente. Pero fuera quien fuera insistía y los golpes se convirtieron en un estruendo.


Pedro levantó la cabeza, murmurando una palabrota. Cuando se apartó, sus ojos parecían los de un borracho.


—Son las once —murmuró Paula.


En el descansillo podían oír la voz de una mujer…


—Espero que no sea Vivian Vannick-Smythe.


Pedro tomó su cara entre las manos.


—Vuelvo enseguida —le dijo, arreglándose el albornoz antes de salir de la cocina.


Paula se apoyó en la mesa, medio atontada y encendida hasta el punto de que se pondría a gritar si no conseguía acostarse con Pedro esa noche. Pero, a pesar de la niebla que parecía haberse instalado en su cerebro, consiguió escuchar la voz de una mujer, aguda e insistente. Y la de Pedro, impaciente y ronca.


Furiosa, Paula se arregló un poco el vestido y salió al pasillo cuando él estaba cerrando con llave.


—El pasado llama a la puerta —bromeó Pedro.


Pero entonces sonó otro golpecito y luego la voz de una mujer:
Pedro, por favor…


Él sacudió la cabeza.


—Lo siento mucho, Paula. No sé cómo ha entrado en el portal. Nos ha visto en Babbo esta noche y… quería hablar conmigo —murmuró, mientras abría de nuevo—. Madeline, vete a casa.


La alta, delgadísima y espectacular pelirroja hizo un puchero.


—No.


—Voy a pedirte un taxi.


—No quiero un taxi. Lo que quiero es que me expliques ahora mismo por qué has aparecido en Babbo con esa enanita a la que llamas tu esposa.


Muy bien, pensó Paula. La «enanita» tenía algo que decir.


—Espera… —empezó a decir Pedro.


—No pasa nada, esto es una cosa de mujeres —Paula se colocó frente a la guapísima aunque ligeramente borracha modelo y pensó que tenía razón, era un poco enanita. Al fin y al cabo, tenía que levantar la cabeza para mirarla a la cara—. Hola, Madeline.


La chica se quedó helada, pero se recuperó rápidamente.


—¿Así que eres tú la que dice haberse casado con Pedro?


—Sí, soy yo. Y tú eres una chica muy alta y muy guapa que ha tomado unas copas de más y está llamando a la casa de un hombre casado a las once de la noche. Piénsalo.


Las cejas perfectas de Madeline se unieron en el centro.


—Pero…


—¿No te parece un poquito desesperado para una chica como tú? Por favor, mírate al espejo.


Madeline tragó saliva, con sus ojos castaños abiertos de par en par.


—Sí, la verdad es que tienes razón.


—Vete a casa, date un baño de espuma, vete a dormir y mañana verás las cosas de otra manera —Paula alargó una mano para tocarla en el hombro—. Esto es Manhattan, cariño, y hay millonarios más o menos atractivos en cada esquina.


La chica asintió vigorosamente con la cabeza.


—Tienes razón, sí… gracias…


—Paula —contestó ella.


—Gracias, Paula.


—¿Quieres que te pida un taxi?


—No, lo hará el conserje. Me adora. Una pena que sólo sea un conserje —suspiró la modelo.


—Sí, claro. Buenas noches —Paula cerró la puerta y, cuando se volvió, Pedro estaba mirándola con la boca abierta—. No me lo puedo creer.


—Lo siento, pero yo no… —empezó a decir él.


—No puedo creer que una de tus chicas haya encontrado la puerta del apartamento sin mi ayuda.


Pedro soltó una carcajada y ella rió también. Cuando la risa terminó, Paula le dio un golpecito en el hombro.


—Buenas noches, marido.


—Espera.


—¿Qué?


Ninguno de los dos parecía saber cómo retomar lo que habían dejado a medias en la cocina, antes de que la modelo llamase a la puerta. Pero Paula respondió por los dos encogiéndose de hombros.


—Muy bien —dijo Pedro.


—Buenas noches.


—¿Paula?


—¿Sí?


—¿Cuando has dicho «millonarios más o menos atractivos» te referías a mí?


—Buenas noches, Pedro —sonrió Paula, antes de entrar en su habitación.


—Sólo has dicho eso para librarte de ella, ¿verdad? —lo oyó preguntar desde el pasillo.


Pero ella no contestó.