lunes, 26 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 42





Las últimas palabras de Paula apenas dejaron un eco en el silencio de la habitación. Pedro estaba muy pálido y ella permanecía muy quieta, con la vista baja, perdida aún en los recuerdos de aquella noche trágica. De pronto, Pedro se puso en pie, se arrodilló junto a su butaca y estrechó entre las suyas las manos que ella apretaba con fuerza en su regazo.


—Baby —su voz sonó ronca y persuasiva—, sabía que Álvaro había muerto en un accidente, pero desconocía los detalles. Es una historia espantosa, lo sé, pero no tienes por qué culparte; las cosas suceden y ya está. Tú no tienes la culpa de su muerte, no fuiste tú la que le obligó a beberse tres cervezas y luego salir a perseguirte a toda velocidad en moto sin ni siquiera ponerse el casco. No sé cómo has podido pensar que esta historia podría cambiar de alguna manera mis sentimientos hacia ti. Puedo imaginar lo que sentiste aquella noche…


—¡Pero esa es la cuestión! —lo interrumpió Paula con brusquedad, al tiempo que alzaba sus ojos, enrojecidos, pero completamente secos, y los clavaba en su rostro con una dureza que lo asustó—. ¡No puedes comprenderlo! ¡No tienes ni idea de lo que sentí aquella noche!


Su marido apretó sus manos con más fuerza entre las suyas tratando de tranquilizarla.


—Sé que te culpas de su muerte, sé…


—¡No sabes nada, Pedro! —gritó—. ¡Nadie lo sabe! ¡Solo yo! Y no fue culpa lo que sentí… — afirmó en un tono mucho más suave, y con una expresión de desesperación que le hizo contener el aliento—. Cuando comprendí que Álvaro había muerto… lo único que sentí fue alivio.


Paula clavó la vista de nuevo en una veta de la mesa, algo más oscura que el resto, que parecía hipnotizarla. Ya estaba. 


Por fin, había dicho en voz alta aquello que la había mantenido despierta más noches de las que quería recordar, atormentándola. No quería mirar a Pedro. No quería leer en sus ojos el horror y el rechazo que, por fuerza, semejante confesión tenía que haberle producido. Ahora comprendía lo mucho que había llegado a quererlo y la idea de perderlo todo, una vez más, la asustaba más allá de lo que podía expresar con palabras.


Esperaba que en cualquier momento él se pusiera en pie y abandonara el salón, asqueado, así que apenas comprendió qué era lo que ocurría cuando, en lugar de eso, Pedro enmarcó su rostro con sus grandes manos y la obligó a mirarlo a los ojos.


—No más secretos —susurró con las pupilas fijas en ella—. No más mentiras. Te amo. Eres mi esposa. No existe nada más allá de eso.


Al oír aquellos nuevos votos, pronunciados con tanta firmeza, las lágrimas empezaron a correr, incontenibles, por las mejillas femeninas, pero Paula no hizo nada por esconderlas. Los iris dorados se trabaron en los iris azules y, con la misma delicadeza que habría empleado al tocar las alas de una mariposa, tomó entre sus manos el rostro amado del hombre que después de años muy oscuros había
sido capaz de devolverle la esperanza y musitó a su vez:
—No más secretos. No más mentiras. Te amo. Eres mi esposo. No existe nada más allá de eso.


Despacio, muy despacio, sus labios se juntaron y con aquel beso las promesas que acababan de intercambiar cobraron vida, y todo lo que no fueran ellos dos desapareció por completo.





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