Paula cocinó como si pensara que Pedro no volvería a comer jamás. El se quedó asombrado, pero no tuvo el valor de decir que no tenía hambre… al menos, no hambre de comida. Pero la cena hizo que se disipara la tensión que se había creado entre ellos, y él odiaba pensar que ella se sentía dolida. Ella no estaba sola en su dolor y, cuando acostó a Juliana, Pedro tuvo que enfrentarse al adiós que no quería decir, aunque sabía que la niña no lo echaría tanto de menos porque era muy pequeña. Recogió su uniforme y miró el reloj. Se sentía como si estuvieran a punto de ejecutarlo si no confesaba. Y su salvación estaba en Paula.
Entró en el dormitorio y, al verlo, Paula se acercó a él, lo abrazó y lo besó de manera apasionada.
En muy pocos segundos, sus ropas estaban desperdigadas por el suelo y sus cuerpos desnudos, deseosos de sentir el calor del otro.
Paula no quería que se marchara. Sabía que podía ser la última vez que lo tocara.
Y Pedro lo sabía. Sentía un nudo en la garganta. Tenían un par de horas, no más. Y ambos se preguntaban si sería la última vez que estarían juntos.
Paula se entregó a él con cada beso. El respondió como si estuviera prisionero. Lo sentía así. Estar alejado de Paula sería una tortura. Incapaz de controlarse, ni de pensar en otra cosa que no fuera demostrarle sus sentimientos, la atrajo hacia sí y se colocó encima para poseerla. Con cada movimiento observaba la expresión del rostro de Paula, veía el amor en su mirada, pero le hubiera gustado que ella hablara de ello. El la amaba tanto que cuando pensaba en la posibilidad de perderla se le rompía el corazón. Y más aún cuando pensaba que ella no era capaz de entregarle el corazón. Tenía miedo de que le hicieran daño. Igual que él.
Pero Pedro había corrido el riesgo y se había fiado del amor a primera vista. No había vuelta atrás.
Se acariciaron despacio y con ternura, aunque sabían que el tiempo era su enemigo. Pedro la deseaba tanto que estaba decidido a no parar hasta que llegara al clímax.
Permanecieron unidos con los cuerpos entrelazados durante largo rato.
Pedro levantó la cabeza, besó a Paula y le susurró al oído:
—Voy a echarte mucho de menos, cariño.
Paula sintió que se le rompía el corazón.
—Oh, Pedro. Odio que tengas que marcharte. Sé que no te queda más remedio, y lo acepto, pero apenas puedo soportarlo.
—Yo tampoco —la miró y le retiró el pelo mojado de la cara—. No pensaba que fuera a ser tan duro —«porque te quiero», pensó él.
—Volverás pronto. Yo me mantendré ocupada. Buscaré una casa en Virginia.
Él la besó otra vez y miró el reloj.
—Tengo que ir a darme una ducha.
Ella asintió y, cuando se separó de ella para bajar de la cama, le dio la espalda para que no la viera llorar.
****
Lisa había ido para quedarse con Juliana mientras Pedro y Paula iban hasta la pista de aterrizaje. Paula observó cómo Pedro saludaba al centinela y metía el coche en el campo de aviación. Pedro vestía un uniforme de color caqui, y de su chaqueta colgaban varios lazos y medallas doradas.
«Demasiados para alguien tan joven», pensó ella. «¿Qué habrá hecho para ganarlas? ¿Cuántas más ganará sin que yo sepa por qué?».
Pedro aparcó el coche y sacó su maleta. Paula lo acompañó hasta el hangar. Pedro no dijo nada, excepto el saludo que les dedicó a los marines antes de atravesar las grandes puertas.
En la pista, unos marines estaban cargando un avión gris.
Uno joven se acercó a Pedro, se detuvo frente a él y lo saludó formalmente con la mano. Pedro hizo lo mismo.
—Señora —le dijo a Paula, y llevó la mano hasta la gorra de camuflaje que llevaba puesta.
Paula asintió y trató de sonreír.
El marine miró a Pedro y se fijó en el emblema que llevaba en la chaqueta y que indicaba que pertenecía a un cuerpo de élite.
—Es un honor tenerlo con nosotros, señor —señaló la maleta—. Puedo cargarla yo si desea pasar mas tiempo con su esposa, señor.
Pedro asintió y le dio la bolsa. El marine se volvió y regresó hacia el avión.
Pedro miró a Paula.
—Tengo que embarcar. No me gustaría que me arrestaran por haber retrasado el vuelo.
Paula se mordió el labio para no llorar.
Él esbozó una sonrisa.
—Este es el único momento en el que me permiten besarte en público, ¿sabes?
—Lo sé, nada de muestras de afecto en público.
Pedro la miró a los ojos. La besó en los labios y le dijo:
—Te quiero, Paula —entonces, se volvió y se alejó.
—No se puede decir algo así y marcharse sin más, Alfonso —él se detuvo pero no se volvió—. ¿Me quieres de verdad?
Pedro se volvió y caminó hasta ella. La tomó entre sus brazos y la besó de manera apasionada.
—Sí, te quiero —le retiró el pelo de la cara y la sujetó por la barbilla—. Has ocupado mi corazón desde el primer día, Paula. Por supuesto que quiero a nuestra hija, pero a ti te amé primero. A ti. Porque sigues siendo la mujer que me volvió loco el día de la boda de mi hermana. Esa es la mujer de la que me enamoré.
Paula miró la expresión de sus ojos azules y solo vio un mar en calma. La desconfianza y el miedo que sentía se desvanecieron sin más, y las palabras se escaparon de sus labios:
—Oh, Pedro —susurró—. Yo también te quiero.
—Ya era hora de que me lo dijeras —dijo él con una amplia sonrisa.
—¿Perdona? —lo miró con desafío y él se rió.
—Sabía que me querías. Y que estabas demasiado asustada para decírmelo.
—Tienes razón. Tenía miedo. He sido tan feliz durante las últimas semanas que me atemorizaba el hecho de que no fuera verdad. Lo deseaba tanto que no podía confiar en algo que ya sabía. Pero no importa. El miedo te mantiene alerta —le dijo lo que él le había dicho una vez—. Nada, ni siquiera el miedo o el hecho de que estemos separados cambiará el amor que siento por ti, Pedro Alfonso —le sujetó la cara con las manos—. Tampoco la fecha que figure en un certificado. No importa cómo empezáramos este matrimonio, lo único que importa es cómo lo vivamos —el motor del avión se puso en marcha—. Oh, Pedro.
—Te quiero, Paula. Era hombre muerto desde el momento en que me llamaste «caballero Galahad».
—Mi héroe —dijo ella, y él la besó de nuevo.
—Tengo que irme.
—Vete. Te esperaré aquí. Me quedaré de guardia, esperando que regreses a casa —Pedro le acarició los labios con el dedo y le robó un beso—. Esta vez es para siempre, Pedro.
Pedro sintió que su corazón se desbordaba de felicidad y, desafiando las órdenes del piloto para que embarcara, agarró a Paula y la besó de nuevo. Después la soltó y se subió al avión. Una vez dentro, la miró y la vio sonreír. Con una sonrisa que iluminaba su cuerpo y gritaba: «¡te quiero!».
El teniente Pedro Alfonso, agente secreto de la Marina, recordaría ese momento como él día más feliz de su vida.
Una hija inesperada le había proporcionado el amor de su vida. Lo supo desde el primer día que vio a Paula y nada le impediría demostrárselo el resto de su vida.
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