jueves, 3 de marzo de 2016
CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 5
A Paula le pareció obvio que no la había reconocido y, aunque pensaba que no debía, le importaba. Si lo pensaba fríamente, no había motivo por que tuviera que recordarla.
La sala había estado muy oscura, y ella iba muy bien vestida. Aun así, no pudo evitar sentir una pequeña punzada en el corazón.
Pero debía ignorarla. El bienestar de la señora Gonzáles debía estar antes que nada en su mente, y no el doctor Pedro Alfonso. Al menos el doctor parecía preocupado de verdad por la mujer. Hablaba un español perfecto, con una voz amable y compasiva, al tiempo que preparaba la ecografía.
Mientras él trabajaba, Paula aprovechó para observarlo detenidamente. Su aspecto era muy similar al de aquella noche, igual de atractivo, aunque había sustituido el traje por una bata azul sobre unos vaqueros gastados, y el arete de diamantes de su oreja por un aro de oro. También llevaba el pelo, negro y liso, peinado hacia atrás, lo cual le permitió a Paula examinarle el rostro bajo la luz de los fluorescentes.
Un rostro curtido, con nariz afilada, pómulos altos y mandíbula de acero. Y la boca. Paula recordó sus labios suaves, recordó lo dulces que le habían parecido y la forma en que le habían quitado el aliento.
Bajó la mirada hasta sus manos, fuertes, que le habían apretado la espalda, acercándola a él, que la habían hecho derretirse. Quizá no pareciera el típico médico, pero le parecía una obra maestra como hombre.
–Bueno, ya está.
La confirmación del médico obligó a Paula a regresar a la situación que los concernía, y a sus pensamientos a regresar a la paciente. El miedo en los rostros de los señores Gonzáles se había disipado hasta que el doctor Alfonso se dispuso a explicar los resultados de la ecografía. Como Paula había predicho, se trataba de placenta previa, y ahora lo más probable era que hubiera que sacar al niño por cesárea.
El doctor le hizo una seña para que lo siguiese hasta donde la paciente no pudiera oírlos.
–Como está ya al final voy a hacerle una cesárea.
–Descanso en cama…
–No es opción. Sangra demasiado.
–Doctor Alfonso.
–Tenemos que sacar al bebé; es el mejor…
–Pero…
–…tratamiento.
Paula esperó un poco hasta asegurarse de que el doctor había terminado con su diatriba antes de volver a hablar.
–Solo para que lo sepa, estoy totalmente de acuerdo con usted.
–¿Ah, sí? –preguntó él con el ceño fruncido.
–Sí –contestó ella, que dudaba entre si quería zarandearlo o besarlo, lo cual le resultaba ridículo–. Si me hubiera dejado meter baza, se habría dado cuenta.
–Lo siento, estoy muy cansado ahora mismo.
–Eso pone a la gente maniática.
–¿Cree que soy maniático? –preguntó él, con una media sonrisa.
–Quizá solo un poco –contestó ella, mientras pensaba que era eso y además muy guapo.
–¿Podemos dejarlo en ligeramente malhumorado?
–Supongo que podemos llegar a un acuerdo con malhumorado. Siempre que quitemos el «ligeramente».
–Doctor Alfonso –los interrumpió una enfermera–, los Gonzáles no tienen seguro. Necesito arreglar las cosas del pago con ellos y si no pueden pagar habrá que transferirlos…
–Ella no va a ir a ningún sitio –saltó él, con la voz desbordante de una ira contenida–. Voy a hacerle una cesárea de emergencia en unos diez minutos, y su marido estará con ella. Fin de la conversación.
–Pero la política del hospital…
–Me importa un bledo la política del hospital –protestó, y bajó la voz, aunque tenía la mandíbula tensa–. Sé que usted hace su trabajo, pero no tengo tiempo de discutir. Diga a su supervisor que me llame después de la operación si hay algún problema. Yo me haré cargo.
–Bravo, doctor. Estoy impresionada –comentó Paula mientras la enfermera se marchaba agitando la cabeza.
–La burocracia de aquí es un asco.
–Una vez más, tengo que darle la razón –dijo ella, y echó un vistazo a la cabina–. Bueno, supongo que debo desear suerte a los Gonzáles para que haga usted su trabajo.
–¿Quiere entrar con nosotros?
–Me encantaría, si no hay problemas por parte del hospital –aceptó ella, sorprendida.
–Tiene mi permiso, y eso es suficiente. Vamos.
Después de que el doctor Alfonso hubiera hecho las gestiones apropiadas, Paula lo siguió a la planta de maternidad para cambiarse. Se vistió y se lavó bien, y lo encontró esperándola en la sala de operaciones. Se detuvo a la cabeza de la mesa de operaciones para animar a la nerviosa pareja, y entonces se unió al personal médico.
–Supongo que ya habrá estado en un fregado de estos antes –preguntó el doctor, bisturí en mano.
–En muchos.
–No los harán en el centro, ¿no?
–Apenas. Pero he tenido oportunidades durante mi formación.
Había tenido unas cuantas en su accidentado pasado. Había suspendido los objetivos de su carrera profesional al quedarse embarazada en el segundo año de la Escuela de Medicina, y pronto se había visto obligada a volverse a meter en el papel de enfermera por necesidades económicas. Más tarde, Adam le había robado por completo su sueño de ser médico. Le había robado muchas otras cosas.
Se mordió el resentimiento para observar al tocólogo en acción. Parecía tener mucha práctica; era muy hábil con sus manos; sus movimientos, impecables mientras trabajaba deprisa para sacar al bebé. Paula y el doctor se sonrieron al mismo tiempo cuando la pequeña criatura soltó un grito de protesta al entrar en el mundo de fuera del vientre de su madre. A Paula le pareció un sonido maravilloso. Nunca se repondría del milagro del nacimiento, sin importar cuántas veces lo viera. Y por el gesto de satisfacción del doctor Alfonso, este parecía sentir lo mismo.
Paula había hecho poco más que observar hasta que el médico sujetó el cordón umbilical y le preguntó.
–¿Quiere cortar esto?
–Claro –aceptó Paula, agradecida por que hubiera contado con ella hasta aquel punto.
Antes de entregarle el bebé a la pediatra que estaba esperando, el doctor Alfonso le mostró el bebé a sus padres y les habló en español.
–Tienen una niña hermosa.
Paula pensaba que los niños eran una bendición, y aquello le hizo pensar en su propio hijo y en cuánto lo echaba de menos, en lo mucho que lo adoraba. Y en toda la tristeza que había impregnado su vida durante los últimos meses sin él.
–Señora Chaves, por favor, vaya con el señor Gonzáles a la enfermería mientras yo termino aquí.
–De acuerdo.
Al caminar hasta la cabeza de la mesa, Paula vio que las cejas oscuras del doctor estaban bajas, en señal de concentración, y que gotas de sudor empapaban el gorro azul que le cubría la cabeza. Lo oyó dar algunas órdenes a los médicos y algunos comentarios del personal sobre demasiada sangre.
Algo iba mal. Terriblemente mal.
Paula le dijo al señor Gonzáles que la siguiera, esforzándose por hablar con voz calma. El hombre besó a su esposa en la mejilla y se levantó. Una vez en el pasillo, la pediatra le indicó al nuevo padre que fuera con ella y ambos anduvieron tras la cuna portátil, dejando atrás a Paula, que esperaba enterarse de lo que le ocurría a la señora Gonzáles.
La comadrona se quitó los guantes y la mascarilla y se quedó fuera de la sala de partos, mirando por la ventana de la puerta para intentar discernir el problema, pero no pudo ver nada por la incesante actividad alrededor de la mesa.
Al cabo de lo que le pareció un tiempo interminable, el doctor Alfonso se apartó de la mesa con cara de alivio. Se detuvo un momento para hablar con la señora Gonzáles, y entonces se dirigió a la salida mientras la cuadrilla preparaba a la paciente para moverla.
El médico se quitó los guantes, la mascarilla y el gorro y los tiró a la basura. Entonces empujó la doble puerta para encontrarse fuera con Paula.
–¿Está bien? –preguntó la comadrona.
–Tenía una hemorragia, pero ya está controlada.
–No le ha tenido que hacer una histerectomía, ¿verdad?
–No, he logrado salvarle el útero. Ahora le darán sangre, y estoy seguro de que se pondrá bien.
–Me alegro; estaba preocupada.
–Yo también. ¿Quiere tomar un café cuando me haya asegurado de que la señora Gonzáles está bien?
–De verdad me tengo que ir. Tengo que llamar al centro e irme a casa. Visitaré a la señora Gonzáles antes de irme.
–¿Ni siquiera una taza de café? –insistió él–. ¿Diez minutos de su tiempo?
–La verdad es que tengo prisa.
Tenía prisa por escapar de sus ojos ámbar, de su sonrisa irresistible
–¿Siempre tiene prisa? –preguntó él, con su sonrisa irresistible.
–Voy a toda prisa la mayor parte del tiempo. ¿Usted no?
–Sí, pero estoy a punto de dejarlo –contestó él, mientras le recorría el rostro con la mirada, deteniéndose en los labios para volver a los ojos–. ¿Está segura de que no puedo hacerle cambiar de opinión?
–En serio me tengo que ir –respondió ella, que estaba segura de que sí podía.
Él se quedó mirándola igual que en la gala antes de que hubiera huido. Ella decidió que aquel hombre debía de tener demasiadas feromonas, que en aquel momento actuaban sobre ella de un modo nada desagradable.
–Puedo acompañarla al coche –le propuso él tras una sonrisa pícara.
La verdad era que su coche descansaba en el garaje de su apartamento después de haber reunido el dinero suficiente para remolcarlo. Pero no había logrado lo suficiente para arreglarlo, y seguía sin arrancar. Deseó poder decir lo mismo de su creciente pulso.
–Estos días, como hay mucho tráfico, voy en autobús.
–Puedo llevarla a casa.
–Me las arreglaré –contestó ella.
–De acuerdo, si está segura, supongo que tendré que tomarme el café solo.
Paula se forzó a darle la espalda y alejarse, y apresuró el paso para no darse tiempo a cambiar de opinión y volver a él.
–Que pase una buena noche, Cenicienta.
Paula frenó en seco.
Luego se giró lentamente pero no vio más que un espacio vacío donde había estado el doctor, que se había desvanecido.
Entonces se llevó una mano al corazón, que latía con demasiada fuerza, y tomó aire varias veces. La había reconocido.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario