martes, 16 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 5




—¿Me está diciendo que tengo que vivir durante un año en este lugar para poder heredarlo?


—Esa es la condición que aparece en el testamento —replicó Aaron.


—Tiene que haber un error —repuso Paula categóricamente—. Mi vida y mi trabajo están en Nueva York. Beau lo sabía —miró a su alrededor y vio que todo el mundo tenía la mirada fija en Pedro—. ¿Tienes tú algo que ver con esto? —le preguntó.


Pedro se inclinó hacia delante y, sin levantar la mirada, le explicó.


—Cuando inicié este negocio, estuve hablando con Beau de quién podría encargarse de sus intereses en el caso de que él no pudiera —alzó la mirada y esbozó una sonrisa completamente carente de humor—. Sólo tenía dos opciones: o tú, o la rama de la familia que pensaba que estaba loco. Así que se decidió por ti.


—Bien, ¿y cómo sabía que yo no pensaba que estaba loco? Francamente, escoger a una diseñadora de moda que trabaja en Nueva York y es alérgica a Texas para llevar un rancho, no me parece una elección muy razonable.


—Fue idea mía —admitió Pedro con calma.


—Entonces, eres tú el que estás loco.


Pedro miró a todos los reunidos con expresión desafiante. 


Nadie se atrevió a decir nada, aunque todos le dieron un trago a su cerveza.


Paula no tenía nada que beber, aunque en ese momento le habría encantado.


Era evidente que tanto los rancheros como los abogados consideraban a Pedro como una especie de líder. Y Paula se había atrevido a insultarlo.


Aquellos hombres no eran como los que trataba en Nueva York. El veneno de la civilización tenía una escasa presencia en Texas. Aquellos hombres estaban acostumbrados a enfrentarse a la vida a un nivel mucho más elemental que ella. Más que de palabras, eran hombres de acción.


Aun así, no le convenía subestimar a ninguno de ellos.


El ambiente de la cocina había cambiado. Aunque nadie iba a discutir la decisión de Pedro, la joven podía percibir la desaprobación que había causado en sus compañeros.


Volvió la cabeza y descubrió que Pedro la estaba mirando impasible.


—No esperarás que me quede a vivir aquí, ¿verdad?


Se dirigía a Pedro, pero fue Aaron el que comenzó a contestar:
—Si quiere heredar el rancho…


Pedro alzó la mano, y el abogado se interrumpió inmediatamente.


Paula tomó nota de lo ocurrido. Definitivamente, Pedro era el que estaba a cargo de la reunión,


—Desgraciadamente, tu abuelo eligió un mal momento para morir.


—Qué poco considerado por su parte —replicó Paula, asombrada. Acababa de morir su abuelo y lo único que se le ocurría decir era que no había muerto en un momento conveniente.


Pedro ignoró su comentario.


—Necesitamos los recursos de Chaves para sacar adelante los compromisos a los que se comprometió con el consorcio. La intención de Beau al dejarte el rancho era garantizar que los planes podían continuar sin ningún tipo de interrupción.


—Entiendo —dijo Paula—, pero yo también tengo mis planes y tampoco quiero interrumpirlos. Por lo tanto, ¿por qué no voy a poder vender el rancho?


—Señorita Chaves —susurró Aaron—, lo que tiene que entender es que no puede disponer del rancho, ni tomar posesión de él, hasta que haya cumplido las condiciones que fija el testamento.


—¿Quiere decir eso que no puedo vender el rancho?


—De momento, no —le contestó el abogado—, no podrá venderlo hasta que haya vivido aquí durante un año.


Era increíble. Aquel parecía un testamento redactado en la Edad Media.


—Beau debería habérmelo dicho.


—¿No hay una carta para ella, ni nada parecido? —le preguntó Pedro a Aaron.


—No, al menos que yo sepa. 


Pedro tomó aire y se volvió hacia ella.


—Paula… —empezó a decir.


Pero a Paula acababa de ocurrírsele una idea.


—Si no puedo vender el rancho, lo regalaré. Sonrió al ver la expresión de los abogados y los rancheros. Evidentemente, los había pillado desprevenidos.


Pero la diversión no duró mucho.


—Señorita Chaves —Aaron suspiró—, tampoco puede regalarlo. No podrá disponer de la propiedad hasta…


—Hasta que haya vivido en ella durante un año. Sí, ya me lo ha dicho. Pero, ¿qué sucedería si decidiera, como pienso hacer, no vivir aquí durante ese año que exige el testamento?


Esa posibilidad pareció molestarlos. Pablo musitó algo para sí. Pedro y Lucas se quedaron mirándose el uno al otro y los abogados se dedicaron a remover sus papeles.


—¿Y bien? Supongo que lo que ocurriría sería que mis primos se quedarían con el rancho y causarían todo tipo de problemas, ¿no es cierto?


—No —Aaron sacó otro papel—. El rancho sería cedido a la Universidad de Texas. Pero según la ley, tendrían que pasar nueve meses para que pudiera renunciar a la herencia.


—Entonces, ¿puedo renunciar? —nadie se lo había dicho. Miró a Pedro arqueando una ceja con gesto interrogante.


Pedro se levantó bruscamente.


—Tengo que hablar con Paula en privado. Los demás ya os podéis ir.


—¿Ahora vas a empezar a presionarme? —le preguntó Paula en cuanto se cerró la puerta de la casa tras ellos.


—Sí —respondió Pedro bruscamente.


La brisa de la tarde removía las hojas del enorme roble del patio. Reinaba fuera de la casa un silencio estremecedor.


—¿Dónde están los animales? —preguntó Paula. No había oído ni un mugido, ni un relincho desde que había llegado.


—Beau ya no tenía mucho ganado. Los caballos están en mi propiedad y la esposa de Pablo se está encargando de llevarse tus gallinas y tus pollos.


Sus gallinas y sus pollos. Paula se echó a temblar. Aquella vida no era para ella, y tenía que hacérselo entender a Pedro.


Pedro, yo no quiero el rancho. No pensaba heredarlo, de modo que, si me quedo sin él, para mí no va a representar ninguna pérdida. Y, desde luego, no quiero vivir aquí. Mírame —se señaló a sí misma—. No estoy hecha para la vida del rancho.
Tengo un trabajo que adoro, y quiero seguir dedicándome a él. No puedes ofrecerme nada que me incite a quedarme.


Pedro caminó hasta el final del porche y se quedó con la mirada fija en los campos.


—¿Qué es lo quieres, Paula? —le preguntó.


—Volver a Nueva York.


—No —se volvió y se inclinó contra la cerca del porche—. Lo que te estoy preguntando es lo que esperas de la vida. ¿Dinero?


—Supongo que eso es algo que quiere todo el mundo.


—Pero si tuvieras dinero, ¿qué te gustaría hacer con él?


—Ir a París —respondió inmediatamente—. Quiero ir a París a estudiar, a aprender —se acercó a él—. Para vivir, para crear —la mera idea de pensar en ello le hacía resplandecer—. He estado trabajando para conseguir esa meta desde que terminé los estudios. Y Beau lo sabía.


—¿Y por qué no te has ido? —quiso saber Pedro.


—Porque no he tenido dinero —respondió Paula.


Pedro asintió, como si por fin hubiera visto algo claro.


—Paula, ¿y no se te ha ocurrido pensar que dejarte a ti el rancho puede haber sido la única manera que tenía Beau de ayudarte a ir a París?


—¿Obligándome a quedarme aquí?


—Bueno, eso es por el asunto de los avestruces.


—Pues mira —dijo Paula señalando a su alrededor—, todavía no he visto ninguna.


—Ven, voy a enseñarte todo lo que habíamos planeado —empezó a bajar los escalones del porche y esperó a Paula en el último con cierta impaciencia.


En cuanto Paula estuvo abajo, Pedro empezó a caminar por la grava y ella lo siguió, maldiciendo sus botas. A cada paso, el tacón se clavaba entre las piedras, que debían estar haciendo estragos en el ante. Desde luego, haciéndole echar a perder unas botas tan caras, era difícil que Pedro consiguiera mejorar su opinión sobre la vida
en el rancho, se dijo malhumorada.


Pedro advirtió que la joven tenía dificultades para seguirlo y aminoró el paso.


Volvió la cabeza a tiempo de ver a la diseñadora torciéndose el tobillo y a punto de caer al suelo. En cuestión de segundos, estuvo a su lado.


—Agárrate a mí —le ofreció su brazo.


—Encantada —Paula se aferró a él y sintió al hacerlo la fuerza de sus músculos, que estaba segura, no había adquirido en ningún gimnasio.


Estaba impresionada, aunque no sabía por qué. Al fin y al cabo, aquel hombre había trabajado durante toda su vida en el campo, era lógico que estuviera en forma.


Su trabajo, sin embargo, no contribuía al desarrollo de su musculatura. Pertenecían, por lo tanto, a mundos opuestos. 


Y hacía bien en recordárselo y dejar de concebir ideas estúpidas sobre posibles coqueteos con vaqueros de Texas.


—Supongo que recuerdas que éste era el establo de los caballos —le comentó Pedro, mientras se detenían frente a un edificio más grande que la propia casa del rancho.


—Sí, lo recuerdo —Paula arrugó la nariz, pero no debía tener miedo.


Afortunadamente, había tomado la medicación para la alergia.


—Beau añadió otra parte para instalar en ella el criadero de avestruces.


Paula señaló hacia un montón de tablas.


—Parece que todavía no está terminado.


—No del todo. Pensaba construir también una zona para los avestruces más pequeños, pero eso no tenía importancia… —la miró—, por lo menos entonces.


—¿Y debo de suponer que ahora sí?


Pedro asintió mientras entraban en el establo.


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