viernes, 12 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO 12




Pedro tenía razón.


Paula lo pensó mientras hablaba a los jóvenes que se habían reunido en la pequeña sala de conferencias. Estaba extrañamente nerviosa; en parte, porque la noche anterior había dormido mal y, en parte, por culpa del hombre que la miraba desde el fondo de la sala, apoyado en una pared.


En cuanto terminó el acto, subió al despacho, puso un poco de música y encendió el ordenador para trabajar un poco. 


Minutos más tarde, oyó gritos en la cancha y se acercó a la ventana del pasillo. Increíblemente, a pesar de que estaban en verano, había empezado a granizar. Pero Andres y los chicos habían salido a correr de todas formas.


Buscó a Pedro con la mirada y lo descubrió a poca distancia, caminando con tanta tranquilidad como si hiciera el más soleado de los días. Entonces, él alzó la cabeza y clavó la vista en la ventana. La distancia que los separaba era muy grande, pero Paula se sintió como si aquellos ojos intensos le atravesaran el alma y descubrieran todos sus secretos.


Pedro salió del campo de juego con la intención evidente de subir al despacho de Paula. Sabía que ya la había convencido de que se acostara con él, pero quería una rendición incondicional. Sin embargo, no sentía ninguna satisfacción ante la inminencia de su victoria. De hecho, estaba algo nervioso. Por fin había conseguido que Paula se abriera y le contara algunas cosas de su vida. Y ahora quería saber más. Lo quería saber todo.


La encontró pegada a la ventana, tal como la había visto desde abajo. Se acercó a ella y se detuvo a unos centímetros de distancia para no mojarle el vestido. Luego, la tomó de la mano y la miró a los ojos.


–¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar con los chicos?


–Ahora no me necesitan. Cuando terminen, se irán con Andres a ver un vídeo.


–¿Y no te echarán en falta?


–No. Volveré con ellos enseguida.


Paula volvió a mirar por la ventana.


–Menuda tormenta… –dijo.


–La de aquí es mayor.


Ella se estremeció de los pies a la cabeza, y él no lo pudo evitar. Se inclinó y le dio un beso en el cuello.


–No hagas eso… Nos podrían ver –susurró Paula.


Ella se estremeció de nuevo y Pedro se dio cuenta de que no se estaba resistiendo a él, sino a sí misma. Hacía verdaderos esfuerzos por mantener el control.


De haber podido, le habría metido las manos por debajo del vestido y se habría apretado contra ella para sentirla mejor, en todas partes. Pero, por mucho que la deseara, no la podía tomar en un pasillo del estadio. Además, los dos tenían cosas que hacer. Y había hablado en serio al decir que no se contentaría con una sola noche; que quería mucho más.


–Cena conmigo –le rogó.


–¿Cenar? ¿Así es como lo llaman ahora? –preguntó ella con humor.


Pedro pensó que no podía estar más equivocada. No le pedía una cena para acostarse con ella otra vez, sino para conversar, para conocerse mejor.


–Te esperaré a la salida del trabajo.


Pedro se alejó sin decir una palabra más. Ella apoyó la frente en el cristal de la ventana y, cuando lo volvió a mirar, vio que ya había llegado al final del corredor. Se había refrenado y le había ahorrado la embarazosa situación de hacer el amor allí mismo. Porque Paula sabía que, si no se hubiera ido, habrían hecho el amor. Deseaba a aquel hombre de tal forma que habría sido capaz de rogárselo.


Fiel a su palabra, Pedro la estaba esperando en la salida cuando terminó de trabajar. La llevó a su coche y se pusieron en marcha. Pero, en lugar de llevarla a su casa, se dirigió a la ciudad y aparcó.


–Estoy hambriento…


Ella lo miró con sorpresa.


–¿Es que vamos a cenar?


Los ojos de Pedro brillaron.


–Por supuesto. ¿A qué creías que me refería cuando te pedí que cenaras conmigo? Yo diría que fui bastante claro.


–Si tú lo dices…


Él rio.


–¿Te gustan los japoneses?


–Sí, mucho.


Salieron del coche y entraron en un restaurante que tenía muy buena fama. Era evidente que Pedro había llamado para reservar mesa, porque el camarero los llevó de inmediato a una esquina tranquila, con una ventana desde la que se veía la calle. Era un lugar verdaderamente bonito y, cuando Paula echó un vistazo a la carta, descubrió que también era un lugar extraordinariamente caro.


Pero, a pesar de los precios, Pedro pidió un montón de platos distintos. Todo estaba exquisito.


–¿Te gusta? ¿El pescado está suficientemente fresco para ti? –preguntó él en tono de broma.


–Tan fresco que podría salir nadando –respondió ella entre risas–. Pero, ¿cómo os va con los chicos? ¿Crees que el curso está siendo de utilidad?


–Sí, por supuesto…


Pedro le habló de lo sucedido a lo largo de la semana y contestó a sus preguntas sobre los programas anteriores de la organización. Le contó que mantenía el contacto con varios de los chicos que habían estado con ellos, que había dado trabajo a más de uno y que dos de sus antiguos beneficiarios estaban estudiando en la universidad. Paula sospechó que Pedro los apoyaba económicamente, pero él no lo quiso admitir.


El tiempo pasó muy deprisa mientras hablaban. La conversación fluía con naturalidad y las risas eran frecuentes. Paula nunca había estado tan relajada con él; pero tampoco tan tensa, porque lo deseaba más que nunca. 


Y por la expresión de Pedro, tuvo la seguridad de que le pasaba lo mismo.


Cuando terminaron de cenar, él preguntó:
–¿Nos vamos?


Paula supo lo que quería decir con esa pregunta. No se refería exclusivamente a salir del restaurante. Le estaba preguntando si quería irse a casa con él.


Y Paula dijo la verdad.


–Sí.


Ya se dirigían a la salida cuando oyeron la voz de una mujer.


–¡Pedro!


–Hola, Raquel…


Pedro saludó a la mujer con una sonrisa cálida y le dio un beso en la mejilla. Luego, tras las presentaciones de rigor, se puso a charlar con la recién llegada. Estuvo tan encantador como lo había estado con las animadoras del equipo de rugby, pero había una pequeña diferencia que a Paula no le pasó desapercibida: la elegante y rubia Raquel hablaba con él como si lo conociera a fondo y hubieran compartido confidencias.


Paula respiró hondo e intentó sobreponerse a su ataque de celos. Al fin y al cabo, Pedro no la había engañado en ningún momento. Sabía que había estado con muchas mujeres y que, siendo un hombre de buen gusto, la mayoría de ellas serían como Raquel. Pero la experiencia sirvió para que tomara una decisión: si quería estar con un hombre refinado, sería mejor que fuera una mujer refinada.


Por fin, se despidieron. Raquel le pidió que la llamara por teléfono y Pedro se limitó a sonreír. Después, tomó a Paula de la mano, salieron del restaurante y subieron al coche. Fue un trayecto de lo más silencioso. De hecho, no volvieron a hablar hasta que entraron en el piso de Paula y cerraron la puerta.


–Paula…


Pedro le puso las manos en las mejillas, se inclinó y la besó. 


Paula se sintió la mujer más feliz del mundo y, antes de que se diera cuenta, ya estaban desnudos y en la cama. Pero se sentía vulnerable. Pedro le gustaba demasiado. Así que intentó disimular sus sentimientos y comportarse como la mujer refinada que había decidido ser.


–Quiero que sepas que esto no es una relación amorosa, sino una simple relación sexual –dijo con firmeza–. Una forma de satisfacer nuestras necesidades.


Él sonrió.


–¿Por qué te empeñas en establecer límites?


–Vamos, Pedro… Tú tampoco estás buscando una relación –alegó ella–. Además, no te prometo exclusividad.


Pedro se quedó helado.


–¿Qué has dicho?


–Lo que has oído.


Él la miró fijamente. Sus ojos ya no tenían el menor brillo de humor. Aparentemente, estaba furioso.


Pedro, eres un hombre muy atractivo, y yo prefiero que no me mientan –explicó con rapidez–. No espero que estés solo conmigo.


–Escúchame con atención, Paula. A mí tampoco me gusta que me mientan, así que te seré completamente sincero. Puede que no te ofrezca una relación estable, pero mientras estemos juntos, solo me acostaré contigo. Y espero que tú tampoco te acuestes con nadie más –sentenció.


Paula tragó saliva, sin saber qué decir.


–¿Cómo es posible que tengas tan mala imagen de mí? –continuó él, enfadado–. ¿Me crees un donjuán?


–¿Qué otra cosa puedo creer? –se defendió–. Te recuerdo que me besaste cuando aún no conocías ni mi nombre, y que hicimos el amor cuando apenas habíamos hablado diez minutos en total.


–Admito que no soy precisamente célibe, pero te prometo que tú serás la única mujer de mi vida mientras estemos juntos. Seré sincero y leal contigo, y espero que tú seas tan sincera y leal como yo.


Ella asintió.


Pedro la miró nuevamente a los ojos. Por algún motivo, no soportaba la idea de que Paula se acostara con otro hombre. 


La quería solo para él.


Sin decir nada, se puso sobre ella, la agarró por las muñecas y le estiró los brazos por encima de la cabeza, dejándola enteramente a su merced. Luego, admiró sus sensuales y apetecibles curvas y se preguntó de qué modo la iba a castigar por lo que había dicho sobre la exclusividad en su relación.


Paula se estremeció y cerró las piernas alrededor de su cintura, con fuerza. Él la había atrapado y ahora, ella lo había atrapado a él.


Sin timidez alguna, se arqueó y se apretó contra su sexo. En cuanto estuvo en su interior, se empezó a mover furiosamente, apasionadamente, con todo el hambre y la necesidad de la libertina que llevaba dentro.


Fue una experiencia desenfrenada y liberadora. Pedro le dijo lo que quería de ella y Paula le dijo lo que quería, cómo lo quería y cuándo lo quería. Hasta que, al final, él la llevó al orgasmo y se deshizo en su interior; en el interior de una mujer que era tan salvaje, tan orgullosa y tan juguetona como él mismo





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