miércoles, 14 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 5





A la mañana siguiente, salía de la boca de metro cuando recibió un WhatsApp.


CÓDIGO ROJO: ¡¡¿¿¿Qué me pongo???!! Me siento como una adolescente en su primera cita.
¡Sube a mi cuarto ASAP!


Aún con la sonrisa en los labios, saludó al conserje del día anterior que, a juzgar por su amabilidad, parecía acordarse bien de ella y fue directa al ascensor. Golpeó la puerta de su
habitación un par de veces con los nudillos y, casi al instante, se abrió de par en par. En cuanto pasó, Pedro, que estaba justo detrás, la volvió a cerrar de golpe.


—¡Llegas tarde!


—He llegado cinco minutos antes de la hora. —Caminó hacia el dormitorio de la suite muy tranquila.


—Por mi reloj biológico llegas dos horas tarde —gruñó, al tiempo que la apuntaba con el dedo índice—. ¿Sabes cuántas veces me he cambiado de ropa?


A juzgar por el enorme montón de camisas y pantalones que yacían descartados encima de una butaca, habían sido unas cuantas; pero, en opinión de Paula, no las suficientes. Lo miró de arriba abajo durante unos segundos y sacudió la cabeza. Aquel hombre era un auténtico desastre a la hora de
combinar prendas.


—¿Eres daltónico? —le preguntó muy seria. Decidida, se acercó a él y empezó a desabrochar los botones de la camisa que llevaba puesta con naturalidad.


Al sentir el tacto de aquellos dedos hábiles contra su pecho, Alfonso se quedó paralizado y se dejó hacer, al tiempo que contestaba con voz ronca:


—No que yo sepa, pero debiste dejarme una lista para saber qué condenada prenda va con qué cosa. ¡He perdido un montón de tiempo con este maldito asunto!


Paula le tapó la boca con las yemas de los dedos y declaró con firmeza:
—Nada de maldiciones. —Luego le quitó la camisa con cuidado para que no se arrugara y al encontrarse frente a frente con aquel inmenso pecho, tan moreno y bien formado, se vio obligada a reprimir un suspiro—: Creo que lo ideal sería que tu futura prometida te viera desnudo.Quizá debería organizar las citas en una playa o a bordo de un yate…


Al ver la sonrisa ufana que se dibujó en aquellos labios firmes, se dio cuenta con horror de que acababa de pronunciar esas últimas palabras en voz alta y notó que sus mejillas empezaban a arder.


Trató de disimular su turbación rebuscando en aquel montón de ropa hasta que, al fin, dio con una camisa que combinaba a la perfección con los elegantes pantalones beige que el americano llevaba puestos y se la tendió.


—Toma. Esta noche haré una lista para que seas capaz de conjuntar la ropa que compramos ayer y te la mandaré por correo.


Pedro terminó de abrocharse los botones, se remetió la camisa por dentro del pantalón y, tras ajustarse el cinturón, puso los brazos en jarras en una pose chulesca, le lanzó su mejor mirada castigadora y preguntó:
—¿Soy de tu agrado, baby? —Ella lo examinó con aprobación.


—Yo no soy tu baby, así que quítate esa mala costumbre y sí, ahora eres completamente de mi agrado. Y bien, ¿cuál es el plan?


—Ayúdame a recoger esto, por favor.


En cinco minutos el montón de ropa había desaparecido, y las prendas colgaban de nuevo en el armario. Mientras esperaban el ascensor, Pedro le contó que Lucas había concertado una cita con el propietario de una finca en Toledo, y que irían ahora a echar un vistazo a ver si era lo que estaba buscando. En el garaje del hotel subieron al Range Rover que el americano había alquilado durante
su estancia en Madrid y, sobre la marcha, recibió in situ su primera lección sobre la conveniencia de abrirle a su acompañante femenina la puerta del coche si quería quedar como un caballero.


Poco después, circulaban a una velocidad prudente por la A-42 en dirección a Toledo. A Paula le sorprendió que Pedro Alfonso no titubeara en ningún momento a la hora de tomar las desviaciones necesarias; parecía conocer el camino a la perfección.


—¿Para qué quiere un yanqui como tú comprar una finca en España? —preguntó con curiosidad y sin medir sus palabras. Ella misma estaba sorprendida de lo cómoda que se sentía al lado de aquel hombre, aunque apenas lo conocía.


—Me gusta España, me gusta la comida, me gustan las españolas… —Por unos segundos, despegó la vista de la carretera y se giró para guiñarle un ojo.


A ella le entró la risa.


—No me digas que tu futura mujer va a ser española…


Pedro sonrió de buen humor, atento de nuevo al tráfico que, a pesar de la hora, aún era intenso.


—¿Por qué no? Imagino que la mayoría de las mujeres que vas a presentarme son españolas, así que estoy más que dispuesto. Como ya te dije, planeo abrir aquí la sede europea de mi empresa y no me importaría en absoluto vivir a caballo entre Nueva York y Madrid; ambas ciudades me encantan.


Paula observó su perfil tan masculino, de nariz grande y mandíbula cuadrada y, poniéndose seria una vez más, no pudo evitar preguntar:
—¿De verdad crees que vas a conocer una mujer, te vas a enamorar y vas a casarte con ella en tres meses?


Pedro Alfonso mantuvo la mirada fija en la carretera mientras contestaba a su pregunta:
—Estoy seguro que los dos primeros puntos se harán realidad sin problemas: conoceré a una mujer y me enamoraré ciegamente de ella. —A Paula le sorprendió la seguridad con la que hablaba, pero no quiso interrumpirlo—. Quizá el tercer paso, llevarla al altar, me cueste un poco más; sin embargo, tengo una gran confianza en mí mismo. Soy un tipo lleno de recursos.


Si bien parecía estar bromeando, ella no dudó ni por un segundo de la veracidad que encerraba aquella afirmación; en el poco tiempo que lo conocía, ya se había percatado de que había pocas cosas que a Pedro Alfonso se le pusieran por delante. A pesar de ello, no pudo resistirse y le lanzó una
pequeña advertencia:
—El matrimonio es un asunto muy serio. Espero que si al final das el paso, lo hagas con los ojos bien abiertos.


Paula notó que la miraba de soslayo.


—¿Abriste los tuyos lo suficiente cuando decidiste casarte? —preguntó de sopetón.


Sus palabras revolvieron algo en su interior y, de pronto, Paula se encontró reviviendo el día en que Lucas le había presentado a Álvaro.


Candela y ella estaban tiradas en unas hamacas en la playa del Duque, con sendos zumos de frutas casi acabados sobre la mesita que había entre las dos. Paula había logrado convencer a su padre de que le prestara el apartamento de Marbella con la excusa de que estaba agotada tras los exámenes.


Quizá en el caso de su amiga aquello fuera cierto, pues había aprobado cuarto de Derecho con una media de sobresaliente; pero ella, recién llegada de París, acababa de terminar un curso de Historia del Arte en la Sorbona y, aunque le apasionaba el tema, tampoco se había matado a estudiar.


Llevaban dos noches disfrutando a muerte de la marcha de Puerto Banús y por las mañanas tan solo les quedaban las energías suficientes para arrastrarse bajo una de las sombrillas del Beach Club.


—¡Mira, Álvaro: una bella sirena y una ballena pelirroja!


Aquella voz conocida les hizo abrir los ojos detrás de las gafas de sol.


—¡Lucas! ¿Qué haces aquí?


Sin hacer caso de la palabrota que acababa de soltar Candela en un tono nada discreto, Paula se levantó de la hamaca y corrió a saludar a su amigo.


Él la alzó en sus brazos, dio una vuelta sobre sí mismo y la volvió a depositar sobre la arena caliente.


—Paula, te presento a mi amigo Álvaro.


En ese momento notó la presencia de un muchacho, rubio y muy atractivo, que no le quitaba ojo, al lado de Lucas. 


Entonces, él sonrió y el resto del mundo desapareció.


—¿Paula? —La voz de bajo de Pedro Alfonso la trajo de vuelta al presente.


—¿Perdona? —preguntó, medio atontada.


—Te preguntaba si estabas segura de lo que hacías cuando te casaste.


Paula observó distraída aquellas manos enormes que sujetaban el volante con firmeza y notó que tenía los nudillos blancos.


—Imagino que todo lo segura que puede estar una chica de veinte años —respondió, al fin, y luego confesó en un susurro—: Estaba locamente enamorada.


El resto del trayecto lo hicieron casi en silencio; él atento a la conducción, y ella con la mente todavía en el pasado. Un poco antes de llegar a Toledo, tomaron una desviación y, mas adelante, enfilaron hacia un camino de tierra lleno de baches. Unos minutos después llegaron a su destino y
Pedro apagó el motor.


—¡Ya estamos aquí! —exclamó con entusiasmo.


Lleno de excitación, salió del coche y cerró la puerta con tanta fuerza que ella se preguntó si no la habría vuelto giratoria. Paula permaneció en el interior del vehículo. 


Esperando. Enseguida escuchó el repiqueteo de unos dedos impacientes sobre el cristal de su lado. Sin prisa, se inclinó para girar un poco la llave de contacto que el americano había dejado puesta y bajó la ventanilla.


—¿Sí? —preguntó con expresión angelical.


—Vamos, ¿a qué esperas?


Nada, aquel hombre carecía de la más mínima sensibilidad.


—Quizá espero a un caballero andante que me ayude a bajarme del corcel… —replicó, sarcástica.


—¡Ups! Perdona, lo olvidé.


Abrió la puerta y con una afectada reverencia la invitó a salir del coche.


—Madame.


Paula rebuscó en su bolso hasta que encontró los pañuelos de papel, cogió uno y se lo puso a Pedro junto a la boca.


—¡Dámelo! —ordenó.


—¿El qué? —Le dirigió su mirada más inocente.


—El chicle. ¡Suéltalo ahora mismo!


—Acabo de metérmelo en la boca, baby, aún no se le ha quitado ni un poco de sabor —protestó aquel grandullón desesperante.


—No puedes ir por ahí mascando chicle con la boca abierta. Queda fatal.


—Prometo que la cerraré, nadie sabrá que está ahí. —Ahora su expresión era implorante.


—Ni hablar. No conozco a nadie que coma chicle sin enseñarle a los demás hasta el último empaste. Es una ordinariez. Vamos, suéltalo. ¡Ahora! —Él obedeció a regañadientes y escupió la goma de mascar sobre el pañuelo. Paula hizo un gurruño y lo metió en su bolso. Ya lo tiraría más tarde.


—Eres fría y cruel —afirmó con rencor.


Ella se encogió de hombros, impertérrita.


—Al menos trato de ganarme el dineral que me pagas.


No pudo replicar, pues, en ese instante, un anciano con pinta de gran duque salió a recibirlos.


Pasaron una mañana de lo más entretenida, recorriendo la hermosa finca rodeada de viñedos y campos de cebada, y mientras el administrador le explicaba al americano en un inglés de andar por casa los entresijos de la explotación y le llenaba la cabeza de datos, el anciano caballero se dedicó a
charlar con Paula.


Al final, resultó que había sido compañero de pupitre de su abuelo Felipe y, a partir de aquel descubrimiento, la trató como a una querida y pícara nieta; aunque, de vez en cuando, se le escapaban un poco las manos, hasta el punto de que Pedro se vio obligado a pasar un brazo sobre sus hombros, en plan novio posesivo, y actuar así de escudo humano.


Más tarde, les hizo un tour por la casa, antigua y acogedora, cuya fachada estaba construida con el típico ladrillo toledano. Después de tomar un delicioso aperitivo bien regado con el vino que producían en las bodegas de la propia finca, se despidieron con efusión del simpático vejete y se subieron al coche. En esa ocasión, su empleador no se olvidó de abrirle la puerta para que pasara y cerrarla después.


—Perfecto, Pedro.


El americano rodeó el vehículo, subió al coche y giró la llave de encendido con brusquedad.


—¿Perfecto? ¡Ese viejo sátiro me ha amargado la mañana! ¡No pienso comprarle la finca! He estado a punto de sacarle la dentadura postiza por la nuca de un puñetazo.


A Paula aquella exagerada actuación de enamorado celoso le pareció de lo más divertida.


—Fue al cole con el abuelo Felipe, así que es casi como de la familia —cambió de tema bruscamente—. ¿Siempre llevas el pelo tan corto?


—Sí, ¿no te gusta? —La miró muy serio.


Ella lo examinó durante un buen rato y, al fin, asintió:
—Sí, la verdad es que sí que me gusta. Estás muy guapo. —Por un segundo pareció confuso, pero enseguida esbozó aquella sonrisa suya, de chuleta satisfecho, que a Paula le hacía tanta gracia; aunque se le borró de golpe al escuchar sus siguientes palabras—. Creo que ya sé la primera chica que te voy a presentar.


—¿De veras? —Una vez más, parecía muy concentrado en la carretera.


—Te voy a presentar a mi amiga Candela. Su familia es dueña de la Banca Olazábal y ella conoce a todo el mundo, te será muy útil en tus relaciones de negocios. Además es guapa, tiene un tipazo y, lo más importante de todo, es una bellísima persona.


—Caramba, menuda joya, estoy deseando conocerla —afirmó antes de sorber ruidosamente por la nariz.


—¿Necesitas un pañuelo? —Paula se recordó a sí misma que quizá aún era demasiado pronto para presentar a aquel hombre en sociedad; a Pedro Alfonso se le notaba demasiado el pelo de la dehesa.


—¿No, por qué? —preguntó a su vez, sorbiendo con estrépito una vez más.


—Regla número uno: no se sorbe. Debes evitar hacer ruidos repugnantes, da muy mala imagen.


—Trataré de recordarlo, baby… perdón, Paula. No me he dado cuenta —contestó, con docilidad.


Paula miró por la ventanilla.


—¿Vamos a Toledo?


—Sí, me apetece hacer un poco de turismo; hace años que no visito la ciudad. Aprovecharemos para comer en alguna terraza, hace un día perfecto.


En ese momento entró una llamada por el manos libres, y Pedro ya no paró de hablar de negocios hasta que dejaron el coche en el aparcamiento.







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