lunes, 29 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 23




Tuvo que esperar más de hora y media hasta que oyó la llave girar en la cerradura. Durante ese tiempo había sido incapaz de concentrarse en el trabajo. Por una vez, la alegría de cerrar tratos no había logrado distraerlo.


–¿De dónde vienes? –le espetó cuando ella entró en el salón.


Paula se sobresaltó, pero después sonrió.


Esa mañana se lo había dicho sin rodeos. Se había enamorado de él y no podía ocultarlo. No sabía cuándo había empezado. Tal vez las semillas se hubieran sembrado en España, donde había conocido aspectos de él que la habían atraído.


Pero su destino se había sellado cuando se acostaron por primera vez, y ella se había ido enamorando cada vez más.


Era una locura, lo sabía. Pero ¿no era el amor una locura? 


No era algo que se pudiera explicar como un problema de matemáticas. Si el amor tuviera sentido, no se habría enamorado de Pedro.


Y nada más decírselo, deseó poder retirar sus palabras. Él se había quedado inmóvil, no le había contestado, y cuando volvió a hablar fue como si hubiera decidido hacer caso omiso de lo que le acababa de decir.


Ella avanzó hacia él con paso vacilante.


–Tenemos que hablar –dijo él.


–¿Por qué? –Paula sonrió–. Siempre me dices que hay cosas mucho mejores que hacer que hablar.


–Pero dime primero dónde has estado.


–Ya te dije que iba a salir con mis compañeros de trabajo.


Él frunció el ceño y trató de no pensar en quiénes serían.


Ella estaba magnífica, con el pelo suelto, los ajustados vaqueros apretando cada centímetro de su delicioso cuerpo, al igual que la ajustada camiseta. El hecho de que llevara zapatillas deportivas no restaba un ápice a su atractivo. Él, enfadado, sintió que se excitaba.


–¿Qué te pasa, Pedro?


Como si no lo supiera. Las cosas habían ido bien cuando solo habían tenido sexo. Pero ella se había pasado de la raya, había olvidado lo que él le había dicho de no ir más allá. Y no solo lo había desobedecido, sino que había cometido el pecado de contárselo.


–Creo que lo sabes. Siéntate.


–Siento haberte dicho lo que te he dicho –observó ella con sinceridad–. Pero no te he pedido que me correspondas.


–Esto ha dejado de funcionar.


Pedro estaba enfadado y atónito por el hecho de que aquellas palabras le parecieran las más difíciles que había pronunciado en la vida.


Sabía que antes o después la relación acabaría. Entonces, ¿por qué le había costado tanto pronunciar cada sílaba? Tal vez porque no había sido él quien había decidido el momento de darla por concluida, sino que se había visto obligado por circunstancias imprevistas.


Y a él no le gustaba que lo obligaran a nada.


Paula abrió la boca para hablar, pero no emitió sonido alguno. Lo miró con los ojos como platos, sin atreverse a hablar por si comenzaba a hacer algo verdaderamente humillante, como rogar y suplicar. Porque no concebía la vida sin él.


En comparación, que Roberto hubiera roto su compromiso había sido un paseo, porque aquello no era amor de verdad. 


Y que Pedro le dijera que la relación había acabado fue como si la apuntaran con una pistola y fueran a disparar.


¿Lamentaba haber sido sincera? No. ¿Iba a romper a llorar? ¡Por supuesto que no!


–Lo entiendo –dijo con voz calmada–. Y estoy de acuerdo.







EL SECRETO: CAPITULO 22




Pedro se apartó del escritorio y se dirigió lentamente hacia las ventanas que daban a la ciudad. Estaba de vuelta en Londres, en su despacho, en plena acción. Esa era su realidad.


Las dos semanas y media que había pasado con su madre jugando con Paula a Romeo y Julieta habían sido un espejismo que se había disuelto al cabo de unos días.


Había vuelto a la normalidad.


Entonces, ¿qué demonios le pasaba?


Maldijo para sí por haber dejado que las cosas se le fueran de las manos.


Habían vuelto a Londres y su madre seguía sin saber que la relación entre Paula y él, aunque se había vuelto física, era un engaño. No iban a casarse ni a durar.


Pero eso había sido dos meses antes.


Se sentía atrapado y necesitaba hallar una salida.


Acostumbrado a ver el lado positivo de una situación negativa, decidió que tenía que buscarlo. Tal vez hubiera sido una estupidez creer que, si llevaba a Paula a España, convencería en dos semanas a su astuta madre de que su breve romance estaba llegando a su triste fin.


¿No era mejor así, que hubiera durado más? Lo había hecho lo suficiente para que el final resultara más creíble. Habían llegado a conocerse el uno al otro y, por desgracia, no les había gustado lo que habían descubierto. Su madre no había sido testigo del declive de la relación, pero le sería fácil contarle que ya no estaban juntos. Se iba a sentir decepcionada, pero así era la vida.


Deambuló inquieto por el amplio despacho. Era tarde. 


Probablemente no quedara nadie más en la oficina. Paula, ya instalada en su nuevo piso y su nuevo trabajo, había salido a cenar con sus nuevos compañeros de trabajo.


¿Qué compañeros?


Pedro se negó a especular. Estaba muy bien que ella estuviera haciendo amistades. ¿Qué más daba si algunas eran masculinas? Era lo esperable.


Además, había cambiado su forma de vestir. Ella le había dicho que le había dado seguridad en sí misma, en su cuerpo y en su aspecto. Se había deshecho de la mayor parte de su antigua ropa y lo había llevado de compras.


Apretó los dientes al pensar que otros hombres la estarían viendo con alguna de las prendas que habían comprado juntos.


Pero él era el único culpable de la situación en que se hallaba. Había sabido desde el principio que ella era vulnerable, una romántica que se deleitaba con las revistas de decoración y los escaparates de las tiendas de vestidos de novia. Tenía un poderoso instinto doméstico y una tendencia innata a formar un hogar. Le encantaba cocinar para él, y él, que nunca había dejado que ninguna mujer lo hiciera, había estado probando nuevos platos, y trabajando mientras ella veía cualquier programa basura de la televisión.


¿Era de extrañar que ella se hubiera enamorado?, ¿era una sorpresa que ella se hubiera propuesto que él se diera cuenta de que su error de juicio juvenil era algo que el verdadero amor podía vencer?


Antes de que ella se lo dijera, él ya lo sabía.


A Paula no se le daba bien ocultar las cosas. Iba con la verdad por delante, y él se lo había visto en los ojos, pero había decidido pasarlo por alto porque le gustaba su compañía y porque el sexo con ella era excelente.


Pero no iba a casarse con ella. Le bastaba con pensar que era objeto de su amor, con recordar sus ojos esperanzados, confiados y amorosos, para que le entrara claustrofobia.


El amor era para los estúpidos. A él le había costado aprenderlo. Ella conocía su punto de vista, pero había decidido comportarse como si no lo supiera.


En resumen, él había apartado la vista de la pelota y…


Tomó una decisión, agarró la chaqueta y salió del despacho sin concederse tiempo para que la debilidad hiciera mella en él.


Tenía llave del piso, desde luego. Al fin y al cabo, era suyo. 


Un par de veces había salido del despacho pronto y había ido allí para seguir trabajando hasta que ella volviera.


En poco tiempo, ella había modificado la decoración con toques caseros que hubieran debido prevenirlo de que se estaba acomodando al piso del mismo modo que a él.


Fotos en la repisa de la chimenea; papeles con recetas pegados a la nevera con imanes; muchas flores porque, según le había dicho, su abuela siempre tenía la casa llena.


Él se había reído y le había dicho que, en su casa, vivía muy bien sin todo eso.





EL SECRETO: CAPITULO 21





La enorme cama que le había servido de escondite durante casi dos semanas parecía haber aumentado de tamaño y ocupar todo el espacio de la habitación. Era lo único que Paula era capaz de ver.


Le ardía todo el cuerpo.


«Sexualmente atrevida» era una descripción que nunca se le podría haber atribuido. La realidad era que no le molestaba su falta de experiencia en ese terreno. Había besado a algunos chicos y se había conformado con dejarlo ahí. Sin embargo, en aquel momento, se le ocurrían muchas posibilidades.


–Esto no es buena idea.


El sentido común luchaba por imponerse en la cabeza de Pedro, pero reconoció que simplemente se trataba de un débil intento de retrasar lo inevitable.


Ya se había quitado la chaqueta y había metido las manos debajo del polo para quitárselo. Respiraba rápidamente mientras la miraba, sin atreverse a acercarse más, porque, si lo hacía, el sentido común no tendría ninguna posibilidad de prevalecer.


–¿Por qué no? –preguntó Paula con imprudente abandono. 


Dio dos pasos hacia él.


No habían encendido al luz, por lo que solo la pálida luz de la luna que entraba por la ventanas iluminaba la habitación. 


El hermoso rostro masculino era una mezcla de sombras y ángulos en el que brillaban los ojos, que la miraban mientras, nerviosa, avanzaba hacia él.


Él también estaba nervioso. Era increíble.


–¿No te gusto ni un poquito? –preguntó ella poniéndole la mano en el pecho.


–¿Por qué me preguntas esa estupidez?


Puso la mano sobre la de ella y la guio hasta la dureza de su masculinidad.


Paula se estremeció. Estaba tremendamente excitada, hasta tal punto que se olvidó de estar asustada, ya que iba a ser su primera vez. Con dedos temblorosos, le bajó la cremallera de los vaqueros y oyó que él contenía el aliento de pura satisfacción.


Ella se había arriesgado, estaba preparada para aceptar que la rechazara porque su desvergonzado deseo requería ser satisfecho antes de hacer las maletas y marcharse. Sentir su excitación era la prueba de que él también la deseaba, aunque no creyera que fuera una buena idea.


Con un gruñido de impaciencia, Pedro se quitó el polo y dejó al descubierto un cuerpo musculoso tan perfecto y exquisito como todo lo demás de él.


Con la respiración entrecortada, Paula le acarició el torso deteniéndose para trazar círculos alrededor de los oscuros pezones.


–Se supone que somos amantes –lo miró con una sonrisa irónica–. ¿No?


–¿Cómo es que no has sentido antes esta urgente necesidad de tocarme?


–¿Quién dice que no la he sentido?


Pedro esbozó una sonrisa triunfal. El sentido común salió volando por la ventana y comenzó a desabotonarle los botones del vestido sin prisas hasta haber abierto la mitad de la prenda, lo que le permitió vislumbrar sus suaves senos.


–No llevabas sujetador –murmuró con voz ronca–. Fue lo primero en que me fijé cuando te vi esta noche.


–No tenía ni idea de que te hubieras fijado en lo que llevaba puesto, teniendo en cuenta que no hiciste comentario alguno.


–Es que me quedé sin habla.


Paula sonrió.


–Y lo único que pensé –prosiguió él– fue en lo mucho que deseaba hacer lo que estoy a punto de realizar.


Le agarró las hombreras del vestido y se las bajó hasta que sus ojos contemplaron con deleite sus senos.


Paula se quedó totalmente inmóvil porque fue lo único que se le ocurrió para no colocarse el vestido en su sitio. No quiso pensar en todos los bellos cuerpos que él habría visto y en que el suyo no era uno de ellos.


–No digas nada –le pidió ella.


–No me será difícil. No tengo… –le rodeó un pezón con el dedo y ella se estremeció–. No tengo palabras.


–No soy alta ni delgada. Soy bajita y rellenita. Lo siento.


Pedro la miró atónito al oírla denigrarse de aquel modo.


–Es lo más ridículo que he oído en la vida.


–Gracias.


Aunque fuera una tonta romántica, también podía ser realista, y lo era lo bastante para saber que lo que él veía era la novedad de un cuerpo y de una personalidad diferentes a aquellos a los que estaba acostumbrado.


Pero no era el momento adecuado de hablar de ello. Era mejor dejar las cosas como estaban.


Ella se dirigió con paso vacilante a la cama y él la siguió después de sacar un preservativo de la mesilla de noche.


–Quítate el vestido –dijo él–. No, mejor, déjalo caer. Sí, así. Quiero verte.


Se sentó a horcajadas sobre ella, que se había tumbado, y se limitó a mirarla. Se quitó los vaqueros y le gustó el modo en que ella apartó la vista de su excitada masculinidad para volver a mirarla después.


–Puedes tocarme –dijo él con una voz que le costó reconocer.


Paula tragó saliva y le tiró de los boxers hacia abajo. Su miembro era tan impresionante y grande como el resto de él. 

Lo tomó con la mano y dejó que actuara su instinto.


Al principio entrecerró los ojos, pero luego los abrió y miró el brillante glande que tenía en la mano y, llenándose de valor, se sentó y lo tomó en la boca.


Probó su sabor y sintió que él se estremecía y se arqueaba hacia atrás al tiempo que le introducía los dedos en el largo cabello. El sabor salado de él era afrodisíaco y le produjo oleadas de placer.


Gimió cuando él la apartó. Tenía las braguitas húmedas a causa de la excitación y se retorció para quitárselas. 


Después abrió las piernas.


–Estás ardiendo por mí –afirmó Pedro mientras la exploraba con los dedos.


Ella contuvo la respiración cuando dio con el dulce botón y comenzó a acariciárselo suave y persistentemente. Arqueó el cuerpo, extasiada como nunca en la vida.


Pero no quería alcanzar el clímax. No de aquel modo.


Lo atrajo hacia sí y lo besó. Y fue hermoso. La lengua de él contra la suya era suave y exigente a la vez. Probó en ella la esencia de alguien que quería ir despacio, pero que, a la vez, estaba desesperado por saciar su deseo.


Su masculinidad de acero le rozaba los muslos, por lo que ella abrió las piernas un poco más para sentirlo en sus delicados pliegues. Gimió suavemente cuando le presionó el clítoris.


Dejó de besarlo y le tomó el rostro entre las manos.


–Debo decirte algo.


–No es el momento de hacer confidencias –respondió él con un jadeo.


Le levantó los brazos por encima de la cabeza y le pidió que no los moviera. A continuación probó sus suculentos pezones trazando, primero, un círculo alrededor de ellos con la boca, para después introducírselos en ella y lamérselos.
Paula no podía resistirlo. Aquello iba más allá del placer, además de ser una experiencia nueva. Quería decirle que era virgen. Tenía que saberlo porque, si no, esperaría que se comportara como las demás mujeres, aunque ella no sabía muy bien cómo era.


Abrió la boca para hablar, pero emitió un grito de placer.


Él seguía lamiéndole los pezones, mirándola y disfrutando del color de sus mejillas, del hecho de que no pudiera estarse quieta, de sus gemidos, que se volvían roncos e incontrolados.


A él no le gustaba apresurarse al hacer el amor. El sexo era un arte en el que había que dar y recibir placer en igual medida. Era un maestro a la hora de tomárselo con calma, pero le estaba costando mucho controlarse para no agarrar el preservativo de la mesilla, ponérselo y poseerla. Mientras las modelos con las que solía salir eran delgadas y huesudas, Paula era suave, blanda y sensualmente redondeada.


Con uno de sus senos en la boca, bajó la mano para deslizársela entre las piernas, aunque se limitó a acariciarle la parte interna de los muslos. Le rozó con los nudillos el vello púbico y sintió deseos de penetrarla.


Todo a su debido tiempo.


Muy despacio, le trazó un surco con la lengua desde debajo de los senos hasta el ombligo, en el que le introdujo la punta de la lengua. Ella contuvo la respiración.


Paula había cerrado las piernas, por lo que él se las separó con suavidad dispuesto a probarla, pero ella lo agarró del cabello para que la mirara.


–¿Qué haces? –susurró ella, deseosa de sentir su boca en sus partes más íntimas, pero horrorizada ante tal despliegue de intimidad.


–Nada hasta que no me sueltes.


–Es que…


–No me digas que nadie te ha probado ahí –observó él al tiempo que se preguntaba si la libido podría descontrolarle aún más.


Había llegado la hora de la confesión. Pero eso arruinaría el momento y, de todos modos, ¿qué diferencia supondría? 


Deseaba a Pedro y deseaba aquello.


Pedro le sonrió y ella le soltó y volvió a tumbarse con los ojos cerrados. Abrió las piernas con precaución y contuvo la respiración cuando él comenzó a acariciarla con la lengua. 


Ella soltó el aire, pero tuvo que inhalar muy deprisa ante el mar de sensaciones que la invadió.


Sintió que el cuerpo le ardía y comenzó a jadear. No podía quedarse quieta ante la fuerza del incendio que se le extendía en oleadas, que la hizo arquearse contra la boca masculina, postura en que él la mantuvo agarrándole las nalgas con fuerza.


La llevó tan cerca del éxtasis que ella le rogó sin aliento y sin vergüenza que la tomara.


Él buscó a tientas el preservativo. Ella vio la habilidad con que se lo ponía sin dejar de mirarla. Pensó que tal vez hubiera debido hacer algo más, pero rechazó esa sensación de inseguridad.


El deseo que ardía en los ojos de él le demostró que estaba tan excitado como ella.


Pedro la rozó con el extremo de su excitada masculinidad para penetrarla, pero ella se puso tensa y lanzó un grito cuando él comenzó a introducirse. Ella se puso rígida y lo miró con ojos de pánico.


Él se detuvo al darse cuenta de lo que sucedía.


–No me digas que eres virgen –dijo jadeando, pero completamente inmóvil.


–Me acabas de decir que no es momento de confidencias –apuntó ella atrayéndolo hacia sí para besarlo.


–¡Ay, Paula! Iré despacio… Seré delicado…


Y lo hizo. Se introdujo lentamente para volver a salir, tentándola hasta que sus gemidos se convirtieron en un ruego.


Para él, era una agonía, pero no estaba dispuesto a hacerle daño. Deseaba que el recuerdo de aquella noche fuera memorable, aunque no quiso saber por qué significaba tanto para él.


Ella estaba muy húmeda y él la penetró un poco más hasta que ella gritó que la tomara ya.


Pedro lanzó un gemido y la penetró de una embestida. 


Después de la sorpresa inicial, el cuerpo de ella se adaptó al suyo y comenzó a responder a sus profundas y fieras embestidas.


Y el clímax que ella había estado a punto de alcanzar cuando la había explorado con la boca fue aumentando hasta convertirse en algo salvaje e imparable.


Paula gritó y Pedro le tapó la boca sonriendo, para destapársela y besarla. Él alcanzó el clímax cuando aún la besaba.


Sin fuerzas, volvió sobre lo que habían dicho antes.


–Eres virgen.


Se apartó de ella y se tumbó a su lado. Casi inmediatamente se volvió hacia ella y se apoyó en un codo para mirarla.


Por eso había intentado guardar las distancias. Era cierto que lo desconocía, pero sabía bastante: que no era una mujer dura como aquellas con las que salía; que era una romántica; que era vulnerable. Que, además, fuera virgen amenazaba con convertir una situación estúpida en problemática.


Pero el sexo había estado muy bien.


Una virgen. Nunca había concedido valor a esa virtud, pero quería volver a poseer a Paula, enseñarle cosas que no había experimentado.


Nada de todo eso tenía sentido, pero era lo que experimentaba.


¿Desde cuándo le producía una satisfacción machista acostarse con vírgenes? ¿Qué vendría después?, ¿lanzar un grito como Tarzán y colgarse de una liana?


Sin embargo, no pudo reprimir una sensación de extraña satisfacción.


–Tenías que habérmelo dicho.


–Iba a hacerlo. ¿Acaso importa?


–Lo que no entiendo es por qué.


–No quiero hablar de eso.


Había sido la experiencia más maravillosa de su vida. Nada la había preparado para las increíbles sensaciones que había experimentado. Y, sin embargo, lo único que él había sacado de todo aquello era que ella no le hubiera dicho que era su primera vez.


–Disculpa si no he estado a la altura de tus elevados criterios.


Él enarcó las cejas.


–¿Qué demonios estás pensando, Paula?


–¿Tú qué crees? –respiró hondo–. Acabamos de hacer el amor y, aunque sé que probablemente no haya sido nada del otro mundo para ti, parece que lo único que te importa es que yo no lo hubiera hecho antes. Ya sé que no soy como esas modelos con las que sales…


–No vuelvas a hacerte reproches en mi presencia, Paula. Nunca más.


Pedro suspiró lleno de frustración. Incluso se diferenciaban en la forma de ver las cosas. ¿A qué venía ese deseo repentino de denigrarse? En muchos aspectos era una mujer sincera y alegre, pero tenía una inseguridad que se reflejaba en sus ojos acusadores.


Tuvo un instante de ternura que lo dejó sin saber qué hacer, pero luego lo racionalizó diciéndose que se debía a que normalmente no hablaba después de hacer el amor. Pero era natural que ella quisiera conversar, ya que había sido su primera vez y, por naturaleza, era confiada y comunicativa. 


Protestaría si él se levantaba para ducharse y consultar el correo electrónico.


–He expresado mi sorpresa de que seas virgen porque eres increíblemente atractiva.


–No es cierto.


–¿Vamos a malgastar el tiempo jugando a ese jueguecito?


Él le apartó un mechón de la mejilla y se excitó ante la idea de volver a poseerla.


Paula estuvo a punto de decirle que le gustaba ese jueguecito.


–Prácticamente me he lanzado a tus brazos. La mayoría de los hombres habrían tomado lo que se les ofrecía aunque no les gustara.


–Yo no soy como la mayoría. Me gustaste desde que te vi en el chalé.


–¿En serio?


–Y, ahora, aquí estamos, juntos en la cama. Y créeme si te digo que he disfrutado cada minuto. De hecho, si no creyera que estarás dolorida, lo repetiría ahora mismo.


La tomó de la barbilla para que lo mirara a los ojos.


–¿Por qué conmigo?


–¿Cómo? –preguntó ella con el ceño fruncido.


–Eres una romántica sin remedio.


–No sin remedio.


–Lo suficiente para que me pregunte por qué has decidido tener tu primera experiencia conmigo y en estas circunstancias. Me pica la curiosidad saber por qué no te acostaste con el hombre con que te ibas a casar, pero no te ha importado hacerlo con otro con el que, desde luego, no vas a vivir.


–No me he puesto a analizarlo, pero supongo que necesitaba…


–¿Un tónico?, ¿un estimulante? ¿Y yo era lo que más a mano tenías? ¿Tu ex no era lo suficiente hombre para llevarte a la cama?


–A mi ex no le gustaba yo –le espetó ella–. Así que no se esforzó mucho en intentarlo.


–Ni tú tampoco.


–Yo…


Ella no era de las que daban el primer paso. Pero lo había hecho con Pedro. ¿Porque no tenía nada que perder?, ¿o porque no sabía lo que era realmente la lujuria hasta haberlo conocido?


–Supongo que esperaba la gran noche –contestó ella.


Que estaba enamorada del amor, pero que Roberto no le gustaba. Pedro le había enseñado eso: que el deseo y el amor eran cosas distintas.


–Tienes razón. Soy una estúpida romántica. Y esto es la vida real. Tal vez, inconscientemente, fuera eso lo que deseaba: conectar con la vida real.


–Podría sentirme dolido.


–No te imagino sintiéndote así, o al menos no tan dolido como para que tengas ganas de llorar.


–¡Qué cosas se te ocurren, Paula! –le acarició un pezón, que inmediatamente se le endureció–. ¿Por qué no lo pensamos mientras volvemos a descubrirnos? O mejor después, ya que te garantizo que no vas a pensar mientras hacemos el amor.