lunes, 2 de marzo de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 18






Paula durmió muy bien a pesar del estrés del día anterior. Se levantó tarde, pidió el desayuno en la habitación y se vistió sin prisa con unos pantalones azul marino y una camisa color crema de botones pequeños que le llegaba casi al cuello. Se dejó el último sin abrochar para poder ponerse las perlas y se recogió el pelo en una larga y gruesa cola de caballo que dejó algo suelta en la base del cuello. Era una variación de su habitual peinado, pero le apetecía hacerlo.


Dejó el cepillo y suspiró mirando su reflejo en el espejo. 


Debería estar contenta. Pedro había dicho que se casaría con ella. Su hijo estaría a salvo del escándalo. Y sin embargo, lo que él había dicho la noche anterior todavía la reconcomía. ¿Quería casarse por el bien del niño o por el suyo propio?


Creía que lo hacía por el bebé, pero una parte de ella le decía que no. Que Pedro tenía razón y que, en realidad, temía por ella. ¿Tan cobarde era?


Pensó en los titulares el día después de que saliera la primera foto de Ale besando a Alicia Alfonso. Se quedó asombrada con la noticia de que le había comprado un anillo de compromiso a aquella mujer cuando ella llevaba todavía el anillo oficial.


Y entonces los periodistas empezaron a llamarla a todas horas, de día y de noche, en busca de una declaración, tratando de pillarla con la guardia bajada. Queriendo humillarla más de lo que ya estaba. Entonces se recluyó en Amanti y rezó para que pasara la tormenta. Eso no sucedió, pero al menos la atención disminuyó, porque la prensa se centró más en el inesperado romance de Ale y Alicia.


Incluso el accidente con Pedro solo le había granjeado un poco de atención, más por las espectaculares circunstancias del accidente y del rescate que porque hubiera estado a solas con un reconocido playboy. Le había sorprendido, pero se lo tomó como un regalo.


Sin embargo, cuando se casara con Pedro, cuando saliera a la luz su secreto, todo cambiaría. Solo confiaba en que la tormenta pasara rápidamente y fuera libre para vivir su vida lejos del foco de la prensa.


Pedro llegó a las once menos cuarto en punto, tal y como había prometido. A Paula le dio un vuelco al corazón al verle. 


Llevaba puesto un traje gris con camisa granate desabrochada al cuello. Era estilosa y atrevida y le quedaba a la perfección.


–He concertado una cita con el mejor ginecólogo de la ciudad –le dijo Pedro–. Tenemos que irnos ya si queremos llegar a tiempo.


–¿Es necesario? –preguntó ella agarrándose al quicio de la puerta–. Me encuentro perfectamente y preferiría buscar a alguien en Amanti cuando nos hayamos casado.


Pedro frunció el ceño.


–No sé cuándo tienes pensado celebrar la boda, Paula, pero no será hoy. Y no será en Amanti. Nos casaremos aquí. Y viviremos aquí.


–No puedo quedarme en Londres –aseguró ella al instante–. Soy la embajadora de Turismo de Amanti. Tengo cosas que hacer. Una casa, familia…


–Entonces vuelve a Amanti –dijo Pedro con tirantez.


Paula apretó los dedos con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.


–No puedo hacerlo.


–Entonces tenemos una cita a la que acudir, ¿verdad? –Pedro se giró sin esperar respuesta y se dirigió por el pasillo hacia el ascensor.


Ella agarró el bolso y una chaqueta ligera y le siguió malhumorada. Bajaron en ascensor a la planta baja y salieron al sol del limpio día londinense. Un minuto después estaban en la limusina de Pedro atravesando la ciudad.


–No he venido para quedarme –dijo Paula con frialdad, aunque el pulso le latía con fuerza bajo la piel.


Pedro giró la cabeza para mirarla.


–¿Esperas que deje mi trabajo y me mude a Amanti solo porque tú quieres?


–No, pero seguro que podemos encontrar una solución.


–¿Qué sugieres? –le preguntó él.


Paula se encogió de hombros.


–Podría volver a Amanti después de la boda. Tú podrías venir a visitarme de vez en cuando…


–Ni hablar –afirmó Pedro–. ¿No escuchaste nada de lo que te dije anoche?


A Paula le ardieron las orejas.


–Sí, te escuché.


–Entonces sabrás que por ahora nos quedamos aquí.


–¿Por qué? –le espetó Paula–. Tú en realidad no quieres
casarte ni estar conmigo, entonces ¿por qué hacer las cosas más difíciles de lo necesario?


Pedro tenía una mirada fría. Carente de emociones. Y sin embargo, a ella le pareció ver un brillo tras aquellos ojos marrones.


–¿Cómo sabes tú lo que yo quiero, dulce Paula?


Ella dejó caer la cabeza y se quedó mirando el bolso que estaba agarrando con fuerza en el regazo.


–No quiero que finjas, Pedro. Sé que esto no es fácil para ti, y te agradezco que estés dispuesto a ayudarme.


Él emitió un sonido que hizo que Paula levantara la cabeza. 


Se dio cuenta de que tenía una expresión furiosa.


–Actúas como si esto hubiera sido una concepción divina. Creo que hacen falta dos para crear un bebé.


–Ya lo sé –murmuró ella.


–Entonces deja de atribuirme motivos que te hacen sentir superior.


Sus palabras le dolieron.


–No es eso en absoluto –le dijo–. Pero tengo ojos, Pedro, y sé cuándo alguien no es feliz. Preferirías haberte levantado esta mañana al lado de la encantadora Daniela y no tener que llevarme a mí al médico, así que no te hagas el ofendido por lo que te digo. Preferirías que este bebé no existiera y que yo hubiera regresado a Amanti y no fuera más que un recuerdo.


Pedro se inclinó hacia ella y apretó la mandíbula.


–Si siempre eres así de encantadora, no me extraña que el príncipe Alejandro haya encontrado a mi hermana más atractiva.


A Paula se le puso la piel de gallina y sintió un dolor profundo, como si la hubieran apuñalado.


–¿Siempre eres así de cruel?


–Depende –contestó Pedro–. ¿Tú siempre eres tan mojigata?


Ella se le quedó mirando fijamente durante un largo instante. 


Pero de pronto se sintió completamente derrotada, como si la vida hubiera conspirado para derribarla cuando estaba en su punto más bajo. Se cubrió la cara con las manos y aspiró con fuerza el aire.


–Estoy tratando de hacer lo correcto –dijo con voz débil. Y eso la molestó. Ella no era débil, qué diablos. Era fuerte, necesitaba serlo para proteger a su bebé.


Dejó caer las manos y alzó la barbilla. No se acobardaría frente a él.


–Aquí está la dama dragón –murmuró Pedro–. Ojalá la sacaras a pasear cuando la prensa se burla de ti.


–Esa es una batalla imposible de ganar –afirmó Paula con petulancia–. Prefiero reservar mi energía para otras cosas.


La llama que había visto en los ojos de Pedro volvió a cobrar vida.


–Sí, tal vez sea una buena idea después de todo.


Paula sintió que se sonrojaba. Frialdad. Debía mostrarse fría. 


Tal vez ya no fuera una futura reina, pero no había pasado años aprendiendo a ser serena e impasible en vano. 


Mantuvo la cabeza alta, decidida a mostrarse profesional.


–¿Cuándo podemos casarnos?


Pedro se rio entre dientes.


–Lo estás deseando, ¿verdad?


Paula sintió el calor hasta en la raíz del pelo. Cruzó las temblorosas manos sobre el bolso.


–Estoy deseando seguir adelante con el plan antes de que se me empiece a notar –afirmó.


–Harán falta al menos dos semanas, tal vez tres.


Paula se quedó boquiabierta.


–¿Tres semanas?


–Haré lo que pueda, pero dos semanas es lo mínimo. Y para entonces todavía no se te notará.


–Podríamos ir a Amanti –sugirió ella–. El tiempo de espera es una semana.


Pedro negó con la cabeza.


–No vale la pena, Paula. Además, en este momento no puedo dejar el trabajo.


–Lo dejaste para ir a la fiesta de anuncio de compromiso en Santina –le recordó.


–Sí, y perdí varios días cuando nos estrellamos en la isla. Perder el contacto con la junta de directivos durante las negociaciones para la compra de un terreno en Brasil resultó algo caótico.


A Paula no le gustaba el retraso, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Ya sabía que cuando naciera el niño todo el mundo echaría cuentas. ¿Qué importancia tenían dos o tres semanas?


Apartó la cara de él. La limusina se había detenido en Marble Arch, donde los turistas hacían fotos y observaban maravillados la blanca estructura. Parecían tan felices y libres que Paula sintió una punzada de envidia. ¿Cuándo se había sentido ella así?


En la isla, le susurró una voz.


Aunque no era del todo cierto. Sí tenía preocupaciones entonces: si les rescatarían, qué diría la prensa y cosas así. 


Pero se sentía una persona diferente, una persona sin tantas preocupaciones, una persona capaz de nadar desnuda con un hombre guapísimo y hacer el amor con él sin inhibiciones en una playa escondida.


Apretó con más fuerza la correa del bolso. Todavía podía verle desnudo, su cuerpo dorado, duro y perfecto bajo el sol mediterráneo. Pedro la había hecho sonreír en la isla. Reírse. Gemir, estremecerse y suplicar.


Eso había significado mucho para ella, pensó. Demasiado. 


Pedro regresó a Londres y continuó su vida como siempre, pero ella no había dejado de pensar en él.


La desesperación amenazó con apoderarse de su alma, pero se negó a permitirlo. Sí, había perdido al hombre al que estaba prometida y también al hombre al que se había entregado. ¿Y qué?


Y estaba esperando un hijo. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.


A pesar del tráfico, llegaron con unos minutos de antelación a la consulta del ginecólogo, situada en una tranquila casa de estilo georgiano que había en una calle adyacente. Pedro salió del coche primero y miró en todas direcciones.


Paula sintió un nudo en la garganta mientras se sentaba en el extremo del asiento y ponía un pie en la acera.


–¿Ves a alguien?


–No –afirmó él–. Pero no viene mal estar atento.


No, desde luego que no. Paula no sabía cuánto tardaría la prensa en descubrir su paradero, pero suponía que no sería mucho teniendo en cuenta que la familia de Pedro tenía tendencia a aparecer en los periódicos sensacionalistas con bastante frecuencia.


Al bajarse del coche, Paula metió el tacón en una rejilla y se agarró del brazo de Pedro para no perder el equilibrio. Él la atrajo hacia sí con fuerza y la estabilizó pasándole el brazo por la cintura.


Era la primera vez que estaba tan cerca de él desde la isla, y Paula tragó saliva mientras le ponía las manos en el pecho. 


Se quedaron así durante un largo instante, mirándose. 


Entonces él le deslizó la vista hacia la boca.


Paula contuvo el aliento, sorprendida al darse cuenta de las ganas que tenía de besarle. Pedro le deslizó los dedos por la
mandíbula y ella cerró los ojos. Los labios de Pedro reclamaron los suyos de un modo tan sutil que se preguntó si había sucedido de verdad.


El corazón le latía como un pájaro enjaulado. Quería que el beso fuera más apasionado, más intenso y, sin embargo, había sido perfecto así. Tan dulce y tierno.


Pedro alzó la cabeza y la apartó de sí, tomándola de la mano para guiarla a la consulta del médico.





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